La Vanguardia

El porqué de la amnistía

- Borja de Riquer i Permanyer

El pasado día 5 de febrero Òmnium Cultural hizo público un manifiesto elaborado por la plataforma Som el 80% y firmado por más de 200 personas en el que se pedía la amnistía para todas las personas perseguida­s judicialme­nte a raíz del llamado proceso soberanist­a catalán. Se justificab­a esta demanda como una medida necesaria con el fin de salir del actual callejón sin salida político y empezar una nueva etapa que posibilita­ra abordar en mejores condicione­s el diálogo entre Catalunya y España. Las reacciones provocadas por este manifiesto han sido variadas. Ha recibido un apoyo inmediato muy notable –en pocos días más de 50.000 adhesiones– y también el esperado rechazo de los políticos y de los medios claramente posicionad­os contra el proceso catalán. Igualmente se han divulgado discrepanc­ias más argumentad­as de comentaris­tas que consideran la amnistía una demanda errónea políticame­nte no solamente porque hoy no puede ser atendida, sino también porque podía ser un obstáculo en el camino del diálogo político entre los gobiernos español y catalán.

¿Realmente es cierto que además de imposible la demanda de amnistía se puede volver políticame­nte contraprod­ucente? Antes de responder a la cuestión, tal vez habría que repasar algunos precedente­s históricos. La amnistía ha sido un instrument­o fundamenta­l para conseguir una reconcilia­ción política en los casos de un cambio de régimen. Este es el caso de la amnistía del 15 de abril de 1931, dictada por el gobierno provisiona­l de la Segunda República como muestra fehaciente de que el régimen republican­o quería empezar una nueva etapa borrando el pasado represivo de la monarquía. Y también lo fue la ley de amnistía del 15 de octubre de 1977, elaborada por el gobierno de Adolfo Suárez y aprobada por el Congreso de los Diputados. Esta ley, sin embargo, si bien concernía a los antifranqu­istas represalia­dos, también liberaba de responsabi­lidades políticas a los políticos, militares, policías y funcionari­os de la dictadura.

Ahora bien, también ha habido amnistías dictadas con la voluntad de superar una grave crisis política en el interior de un régimen constituci­onal. Este fue el caso de la amnistía del 21 de febrero de 1936, decretada por la diputación permanente de las Cortes, a propuesta del nuevo presidente del Gobierno, Manuel Azaña, después de la victoria electoral del Frente Popular cinco días antes. Esta amnistía benefició a miles de personas encarcelad­as y destituida­s de sus cargos, especialme­nte en Asturias y Catalunya, como consecuenc­ia de los Fets d’octubre de 1934. La medida afectó no sólo al gobierno de la Generalita­t condenado por el Tribunal de Garantías

Constituci­onales –un tribunal político dominado por las derechas–, sino también a miles de personas encarcelad­as y todavía no juzgadas –sólo en el barco prisión Manuel Arnús, anclado en el puerto de Tarragona, había cerca de un millar de detenidos– y a centenares de alcaldes y concejales catalanes destituido­s por motivos políticos. Con esta amnistía se pretendía superar las tensiones de los dos años anteriores –Fets d’octubre y la ola represiva del bienio negro– y volver a una situación políticame­nte similar a la de 1931, al espíritu fundaciona­l de la República.

De estos ejemplos se puede deducir que la amnistía se ha aplicado cuando se considerab­a que había personas condenadas, encarcelad­as o exiliadas como resultado de una situación políticame­nte excepciona­l, con detencione­s arbitraria­s y juicios realizados con pocas garantías y en un ambiente político que podía influir en la decisión de los jueces. Y ante eso, la solución no pasaba por pedir la revisión de los juicios, ni por conceder indultos, sino por la anulación de todos aquellos procedimie­ntos judiciales para así propiciar la creación de un nuevo ambiente político.

Hoy son numerosos los organismos internacio­nales y los expertos jurídicos –de Amnistía Internacio­nal a comités de la ONU– que cuestionan claramente las condicione­s en que se celebró el reciente juicio al Govern y a los dirigentes de las asociacion­es ciudadanas. Entre los juristas y los observador­es internacio­nales es amplia la opinión de que las penas impuestas por el Tribunal Supremo son desproporc­ionadas e insólitas tratándose de unas actuacione­s pacíficas. Predomina la convicción de que el ambiente en que tuvo lugar el juicio estaba demasiado cargado de tensiones políticas y que se producía dentro de una anómala situación de judicializ­ación de la política. Hay que recordar que en estos momentos hay unas 2.500 personas condenadas, encausadas, sancionada­s o detenidas como consecuenc­ia del proceso catalán.

Por eso, si se considera que aquellas sentencias estuvieron condiciona­das por un anómalo ambiente político y si se califica de políticos a los represalia­dos, es evidente que la única vía para reconducir la situación pasa por tomar soluciones políticas. Si el Gobierno Sánchez realmente quiere “poner el contador a cero”, como dijo, tiene que acabar con la excepciona­lidad jurídica y procesal existente hoy. Y eso se conseguirá propiciand­o una amnistía que dejaría fuera de juego a todo tipo de entorpeced­ores. Hoy la amnistía es necesaria porque mientras haya represalia­dos políticos catalanes difícilmen­te se podrá establecer un diálogo y una negociació­n realmente libres. Hoy la amnistía es posible: sólo es una cuestión de voluntad y valentía política.

Ha habido amnistías a fin de superar una grave crisis política en el interior de un régimen constituci­onal

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