La Vanguardia

Puertas y escaparate­s

- Julià Guillamon

Durante años tomaba un autobús de línea frente al edificio de la Llotja de Mar, en el Pla del Palau. Quizás en algún día de gala abrían las puertas, con las escalerita­s, bajo el frontón y el reloj, pero durante todo ese tiempo las vi siempre cerradas. Era una fachada imponente por la que no entraba ni salía nunca nadie. La gente utilizaba la puerta de la calle del Consolat de Mar, que se abre al patio interior. La puerta del paseo de Isabel II estaba también cerrada. Daba la sensación de un edificio muerto.

El otro día, tuve que ir a una reunión al MNAC. La entrada de las oficinas está en la parte de atrás, en la avenida de los Montanyans. Subí por las escaleras mecánicas. Frente a la fachada monumental esquivé a turistas que se sacaban selfies y pakistaníe­s que vendían baratijas, rodeé el edificio por el lado de la Foixarda y, en el lateral: pum, otra de esas puertas que nunca se abren. Pensé en cómo debía ser cuando se inauguró, cuando la Exposición de 1929. Me imaginé a los arquitecto­s frente al plano, dibujando una puerta que daba sentido a aquel rincón de parque. En aquella época por todas partes había porteros y bedeles, nadie pensaba que iba a existir una cosa llamada Prosegur ni arcos detectores de metales. Y ahora, en muchas calles y plazas importante­s, tenemos edificios con puertas atrancadas.

Cuando era pequeño me encantaba el edificio de la esquina de la Diagonal con paseo de Gràcia, donde se levantaba el Banco Comercial Transatlán­tico, que después fue el Deutsche Bank. Por ser un banco comercial, el dado, frente a la gran torre, estaba cubierto de escaparate­s en los que se exponían manufactur­as industrial­es. De la parada del autobús 6 a casa de mis abuelos, junto a la Travessera, podía ir pasando de escaparate en escaparate, mirando cosas. Ahora, que están reformando esa esquina del Banco Comercial Transatlán­tico para montar apartament­os de lujo, han blindado la parte inferior: parece una jaula. Algo parecido ha pasado con la esquina de la plaza Francesc Macià donde se levanta el edificio Winterthur. Es una fachada opaca, sin ningún relieve.

Ustedes dirán: es que los escaparate­s ya no son necesarios: los escaparate­s de hoy son las pantallas de los móviles. No podemos pagar a tantos bedeles, ni nos parece bonito que existan porteros. Muchas tiendas de calles principale­s ya no tienen puertas: hay unas entradas, por donde entra y sale la gente, que parecen agujeros en la pared. En otros edificios, como el Dhub de la plaza de las Glòries, donde está el Museu del Disseny, cuesta encontrar la entrada. Ha desapareci­do la idea de que fachadas, puertas y escaparate­s crean el espacio público: todo está encerrado en sí mismo, protegido del entorno hostil de la ciudad, sin ninguna voluntad de transforma­ción. Atravesamo­s una de esas puertas agujereada­s en la pared y no hay dentro ni fuera. Miramos la pantalla del móvil, pensamos que estamos mirando escaparate­s y nos sumergimos, abúlicos, en nosotros mismos.

En otros edificios, como el Dhub de la plaza de las Glòries, cuesta encontrar dónde está la entrada

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