El modus operandi vasco... y el catalán
Discretamente, negociando sin hacer ruido, el Gobierno vasco ha obtenido del español satisfacción a una de las reclamaciones históricas del Partido Nacionalista Vasco (PNV): la asunción del régimen económico de la Seguridad Social. Esto no significará que se vaya a fraccionar la caja única. Pero sí que la Administración vasca podrá gestionar los 9.500 millones de euros que cada año presupuesta el Estado en Euskadi para asegurar las prestaciones sanitarias. Asimismo, Euskadi gestionará la recaudación de cuotas, el control de cotizaciones y la gestión de servicios y medios materiales relativos a este ámbito. El acuerdo para el traspaso de esta codiciada competencia trascendió ayer por la mañana y fue cerrado pocas horas después. Ninguna otra autonomía española dispone de ella.
Este traspaso se enmarca en la relación de acuerdos rubricada por los líderes del PSOE y del PNV el pasado 30 de diciembre, con vistas a la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno español. La lista incluye hasta doce pactos. Entre ellos, uno de carácter metodológico, muy oportuno en tiempos de contraproducente judicialización de la política: sustituir los recursos ante tribunales por los acuerdos políticos, algo a lo que el PSOE y el PNV se comprometen mediante la información mutua y previa de todos aquellos proyectos de ley que pudieran provocar desacuerdos y posteriores lances judiciales. He aquí una medida de orden pragmático, basada en algo tan simple como el diálogo, que ahorrará tiempo y dinero a vascos y a españoles.
Es inevitable, dada nuestra coyuntura, comparar el fructífero modus operandi vasco con el catalán. En particular, con el del independentismo agrupado en Jxcat y encabezado por Carles Puigdemont. En esta esfera, el miércoles vivimos un episodio en verdad prescindible, cuando desde la Generalitat se respondió de modo airado a la propuesta de la Moncloa de fijar para el próximo lunes, día 24, la primera reunión de la mesa de diálogo, tachando tal convocatoria, y no precisamente a modo de elogio, de “unilateral”, que fue el adjetivo reivindicado por el independentismo para sus acciones de septiembre del 2017, cuando ignorando a la mitad de los catalanes vulneró la Constitución y el Estatut e inició una azarosa navegación hacia la independencia, que acabó en naufragio.
Ayer el president Quim Torra quiso dar otra imagen y en la carta que dirigió a Pedro Sánchez le contrapropuso hasta cinco fechas para la reunión –21, 23, 26, 27 o 28 de febrero–, y fue aceptada la del miércoles 26. Más difícil será que el Gobierno acepte de grado el temario propuesto por Torra en dicha carta, que se reduce en su primer apartado al “reconocimiento del ejercicio del derecho a la autodeterminación de Catalunya”, y al “fin de la represión, amnistía y reparación”. Sin olvidar, en un segundo apartado, una alusión al “sistema de validación y propuesta de mediación internacional”, vulgo la figura del mediador, que el Gobierno central no admitirá. No basta con convocar una reunión para dialogar. Hay que ir a ella sabiendo que en una negociación exitosa todos ceden. Y hay que ir también con un programa de debate que, además de incluir las propias reivindicaciones políticas, se centre principalmente en cuestiones concretas, con una incidencia tangible e inmediata –o al menos próxima– sobre aquello que afecta al día a día de los ciudadanos. Es decir, con una actitud muy distinta de la que anuncia la carta de Torra.
Es tanta la vocación reivindicativa y simbólica del actual Govern que a menudo da la sensación de no reservar fuerzas para alcanzar objetivos con sustancia. Acordar una fecha quizás le parezca ya una hazaña. Pero no lo es. La misión de las partes empieza cuando se sientan a la mesa de diálogo. Y sólo se satisface cuando de ella, además de ofensas o desplantes, se obtienen acuerdos beneficiosos para todos los ciudadanos.
La última competencia lograda por Euskadi indica que hay vías para negociar más fructíferas que otras