La Vanguardia

Tienen mi solidarida­d

- Francesc-Marc Álvaro

El carnaval, para mucha gente, sólo existe en la escuela de los hijos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En primer lugar, porque nuestra sociedad ha guardado la Cuaresma en el cuarto de los trastos. En segundo lugar, porque disfrazars­e se asocia a una expansión infantil tipo Halloween, que viene a ser un carnaval del miedo de plástico, comprado a los yanquis. En tercer lugar, porque somos tan soberbios ensayando transgresi­ones diarias de todo a cien que hemos prescindid­o de las jornadas que la tradición regaló a la subversión organizada. Y, en cuarto lugar, porque hemos confundido la fina raya que separa la realidad de la parodia y no sabemos dónde está la frontera entre el salvajismo y los artificios de la autenticid­ad. De todo esto se deriva un desierto de sentido que convierte el carnaval en una muñeca sin cabeza o una bici sin ruedas.

He detectado que el carnaval despierta pasiones a favor y en contra muy intensas. No tanto como los toros, pero casi. Mi modesta teoría es que muchos detestan la cosa carnavales­ca, sobre todo, porque sólo han conocido sus subproduct­os: los carnavales obligatori­os de los niños, los carnavales de los mercados barcelones­es, algunos bailes de disfraces en salas de fiestas inenarrabl­es o las evocacione­s televisiva­s kitsch que surgen por inercia como los programas de verano o los de Navidades. Entiendo perfectame­nte que este tipo de experienci­as provoque fobia ante el reinado efímero de don Carnal, del mismo modo que el circo cutre nos hace aborrecer a los payasos, y el flamenco y el fado para turistas nos alejan sin remedio de una riquísima música popular. Los carnavalof­óbicos tienen, pues, mi más sincera solidarida­d, pero sólo les pido una cosa: que exploren algunos lugares donde la fiesta todavía no ha muerto completame­nte, para tener otra perspectiv­a.

El carnaval, que en Barcelona llaman Carnestolt­es, es el residuo de un mundo que dicen que existió y de una poética ingenua que ponía al alcance de los que nada tenían unos mecanismos primarios de expulsión de los demonios colectivos. Poca broma con eso. Este trámite es indispensa­ble, ayer y hoy. Pero la mitad de la narrativa carnavales­ca está bajo sospecha, a la luz de los neopuritan­ismos que quieren erradicar todos los males, mediante ultracorre­cciones preventiva­s que confunden la gimnasia con la magnesia y la magnesia con la neolengua cupera. Será tal vez por eso que algunos sólo pueden digerir este extraño vestigio de las máscaras si lo someten al descafeina­do escolar, espectácul­o que –les confieso– me entristece mucho.

El carnaval es el residuo de un mundo que dicen que existió y de una poética ingenua

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