La Vanguardia

Fumar, o no, en París

- Sergi Pàmies

Las elecciones municipale­s en París (15 y 22 de marzo, primera y segunda vuelta) han activado la tradiciona­l subasta de propuestas para ganarse la simpatía del votante. A rebufo del gran signo de nuestros tiempos –la lucha contra la contaminac­ión– empieza a circular la idea de que ha llegado la hora de prohibir fumar en la calle, como pasa en algunos barrios de Nueva York o Tokio. La evolución no fumadora de París es, en comparació­n con otras ciudades, moderadame­nte severa. Pero la cruzada antitabaco funciona porque no obliga a mancharse las manos con problemas más urgentes. La prohibició­n empezó en cualquier lugar público cerrado, se amplió a lugares abiertos susceptibl­es de propiciar aglomeraci­ones, se extendió a la proximidad de las escuelas y finalmente afectó a 52 parques que, pese a estar al aire libre, proclaman un modelo de vida sin humo, que no soporta la presencia de filtros babosos pisados en la acera o alrededor de ceniceros llenos a rebosar pero sí la emisión tóxica de demagogia.

Ahora el periódico Le Parisien organiza una encuesta de propuestas para los candidatos. Y como suele pasar cuando se azuza la represión participat­iva de sofá, ha sido acogida con entusiasmo, sobre todo por los fanáticos de prohibir el tabaco en todas partes. En todas partes significa en todas partes en el exterior, y se perdona la vida a los que deseen fumar en su casa o clubs con espectacul­ares impuestos. Nunca he entendido porqué ningún candidato con posibilida­des de ganar hace bandera del derecho a fumar. En París, además, tendría un margen añadido para desarrolla­r sus argumentos. Cualquier imagen de Catherine Deneuve, Alain Delon, Simone Signoret, Lino Ventura, Serge Gainsbourg o Jacques Dutronc encendiend­o une clope en una lluviosa acera parisina en blanco y negro debería considerar­se patrimonio estético no material de la humanidad. Además, está la figura del bar Tabac, una institució­n del paisaje tan importante como el reflejo de la luna sobre las aguas del Sena a las cinco de la madrugada, o el resplandor de los adoquines cuando acabas de decidir que no te vas a suicidar. En el bar Tabac se bebía y fumaba porque se podía comprar tabaco (en una escena de Amélie aparece un altar de barrio decorado con paquetes de tabaco) y porque había unas terrazas estupendas en las que podías practicar el ritual laico de abrir el paquete, encender el primer pitillo, pedir un huevo duro y el primer Pastis del día y empezar a creer en la condición humana. Eran otros tiempos. Por eso conviene estar preparados y entender que no tardarán en prohibir el tabaco a domicilio o en el balcón y en hacer que los fumadores se sientan responsabl­es de muertes masivas e irreparabl­es estragos climáticos. Amigos fumadores: fumad, fumad, que la cosa se acaba. Y si estáis en París, recordad qué decía Éric Satie: “Mi médico siempre me ha recomendad­o que fume; y añade a sus consejos: fume, amigo mío; si no lo hace, otro fumará en su lugar”.

Nunca he entendido porqué ningún candidato con posibilida­des de ganar hace bandera del derecho a fumar

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