La Vanguardia

Un paso hacia la paz en Afganistán

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Tras más de un año y medio de negociacio­nes, EE.UU. y los talibanes han firmado un acuerdo en Qatar que debería allanar el camino hacia la paz en Afganistán y poner fin así a casi dos décadas de guerra. Y, en clave interna estadounid­ense, supone una victoria política de Trump con la que ganar impulso de cara a su reelección. La primera consecuenc­ia del pacto será la total retirada de las tropas extranjera­s de Afganistán antes de 14 meses y el inicio de un diálogo nacional entre los talibanes y el Gobierno de Kabul, imposible hasta ahora pues los islamistas considerab­an al Ejecutivo afgano “una marioneta” en manos de EE.UU. y lo habían excluido de las negociacio­nes en Qatar. Unos 5.400 soldados estadounid­enses saldrán del país en 20 semanas, y a cambio los talibanes garantizan que no volverán a cobijar en el país a grupos que supongan una amenaza para EE.UU., como Al Qaeda y el Estado Islámico.

Pocos días después de los atentados del 11-S del 2001, el entonces presidente Bush ordenó invadir el país asiático acusando a los talibanes de esconder a Osama bin Laden y a los líderes de Al Qaeda. Diecinueve años después, y muerto el líder yihadista, el conflicto no se ha cerrado, los talibanes controlan más territorio que hace dos décadas y el Gobierno apenas tiene control sobre el país.

Hay que mantener la prudencia porque el pacto firmado no garantiza la paz, para la que todavía falta un acuerdo entre los talibanes y el Gobierno afgano. Ambas partes se disputan el control de un país que en gran parte aún funciona a partir de las sinergias entre sus numerosos grupos tribales y que lleva décadas sumando un conflicto detrás de otro. La debilidad del Gobierno es evidente ya que la presidenci­a de Ashraf Gani, lograda en las elecciones de septiembre, no ha sido reconocida por su rival Abdulah Abdulah, y además ayer Gani rechazó la demanda de los talibanes de liberar a 5.000 prisionero­s, incluida en el pacto, y dijo que ello formará parte de las negociacio­nes intraafgan­as.

La población afgana no oculta su escepticis­mo de que este acuerdo no sea más que una estratagem­a de los talibanes para recuperar el poder cuando se vayan las tropas extranjera­s, y teme que los islamistas no respeten los tímidos avances democrátic­os, sociales y de derechos humanos –en especial, de la mujer– experiment­ados en el país y que no sean capaces de insertarse en la sociedad.

Para Washington este acuerdo tiene una doble cara. Por un lado, el reconocimi­ento implícito de que la victoria militar era imposible en una guerra –la más larga de EE.UU.– en la que, desde el 2001, han muerto más de 2.300 soldados y más de 20.500 han sido heridos, pese a la propaganda del Pentágono para tratar de edulcorar la cruda realidad sobre el terreno. Por eso la Casa Blanca prefiere venderlo como el cumplimien­to por Donald Trump de la palabra que dio de traer de vuelta a casa a las tropas y como un nuevo triunfo del presidente en política exterior de cara a su campaña para la reelección.

El acuerdo entre EE.UU. y los talibanes abre la vía a una difícil negociació­n entre los islamistas y Kabul

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