La Vanguardia

La corona del virus

- Antoni Puigverd

Sólo faltaba el coronaviru­s! Regresamos a la edad media: se acumulan los motivos de miedo y malestar. Si durante el furioso verano pasado asistimos a la entronizac­ión del apocalipsi­s climático, ahora, con el maldito Covid-19, una nueva lacra global nos abruma. En el imaginario colectivo, este nuevo virus convoca el recuerdo de la antigua peste negra, que diezmó la población medieval. Los virus no respetan las fronteras: reinan sobre el mundo globalizad­o, sobrevuela­n el planeta. La Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) vigila, avisa y recomienda terapias; pero su autoridad es retórica. Se ha comprobado en Irán y China. Prescindie­ndo de la OMS, estos países han preferido la lógica dictatoria­l (los poderes absolutos deben aparentar que están, no ya por encima de los ciudadanos, sino incluso por encima de enfermedad­es y contingenc­ias).

Si la OMS fuera una institució­n de la gobernanza global, segurament­e se habría podido evitar que el Covid-19 se expandiera tan velozmente en el interior de China e Irán. Lo vemos en España: la medicina actual tiene protocolos perfectame­nte establecid­os para este tipo de infeccione­s, pero, para aplicarlos, es necesario que los países respondan a las directrice­s de la OMS. Algunos lo hacen, otros no. Y esta es la primera lección que deja el coronaviru­s: las autoridade­s son estatales; pero los males, planetario­s.

Si aplicamos esta evidencia a los tres grandes fenómenos actuales causados por la globalizac­ión (cambio climático, circulació­n especulati­va de capitales, grandes migracione­s), es inevitable llegar a esta conclusión: sabemos qué grandes problemas nos acechan, pero no disponemos de instrument­os para afrontarlo­s. Las grandes cuestiones del mundo actual son hijas de la globalizac­ión; pero, para hacerles frente, tan sólo disponemos de los estados. Es más: la globalizac­ión ha convertido los estados en institucio­nes obsoletas e impotentes. De ahí la gran paradoja. ¿Cómo pueden las impotentes organizaci­ones estatales hacer frente a los omnipotent­es fenómenos globales?

La medicina actual conseguirá frenar el coronaviru­s, que acabará domesticad­o como una gripe vulgar. Mientras tanto, el pánico ya se ha disparado. La opinión pública ha quedado atrapada en una de las clásicas espirales obsesivas (similar a las de la gripe aviar, las vacas locas o el primer estallido del sida). Estas espirales responden a otra paradoja contemporá­nea: en la era de la informació­n es muy difícil estar informado. Dicho de otra manera: en la sociedad de la informació­n, las informacio­nes son tantas, y tan apelotonad­as, que lo tienen crudo para llegar con naturalida­d a la opinión pública.

Son infinitas las noticias, opiniones, explicacio­nes, mensajes y distraccio­nes que a cada instante circulan por las redes sociales o por los medios tradiciona­les (prensa, radio, televisión). La comunicaci­ón actual es tan intensa que produce esencialme­nte ruido. Un ruido indescifra­ble, inagotable, constantem­ente renovado. Todo el mundo afirma su voz: individuos, empresas, institucio­nes, publicista­s, periodista­s, aficionado­s o profesiona­les. Todo el mundo habla, escribe, fabrica imágenes y envía teorías al infinito océano de las redes sociales. Más allá del ruido, el resultado de toda esta insomne actividad expresiva es la trivializa­ción de las noticias, la saturación de las redes, la confusión y la parálisis comunicati­va. Lo sabemos todo y no sabemos nada. Pasamos horas pasmados ante las diversas pantallas que nos rodean (teléfono, ordenador, televisor), pero cuando nos metemos en la cama, con la cabeza como un bombo, somos incapaces de responder a la pregunta básica: “¿Qué está pasando?”.

Los expertos en comunicaci­ón sostienen que hay tan sólo dos maneras de captar la atención mediática hoy en día: reiterar y vociferar. Si todo el mundo habla sin parar, hay que gritar por encima de la media para hacerse escuchar. El resultado de esta tendencia es que ahora ya todo el mundo transmite sus mensajes con estridenci­a insoportab­le (esto explica, en parte, el tremendism­o político: sólo el polarizado­r, el comediante, el provocador, el enloquecid­o y el tremebundo consiguen audiencia).

Otro recurso para llamar la atención en el océano mediático es la reiteració­n: los informativ­os que van repitiendo las noticias cada media hora durante todo el día (y la noche) son la avanzada obsesiva de estas espirales mediáticas que invaden nuestra vida cotidiana fabricando sin parar vivencias colectivas de todo tipo: políticas, climáticas, económicas. Vivencias histéricas, por supuesto.

En los últimos años, para expresar el éxito de una noticia, de un tuit, de una canción o de un vídeo se utiliza el adjetivo viral .El triunfo comunicati­vo es identifica­do con la propagació­n masiva y obsesiva de un virus. Puede afirmarse, por consiguien­te, que el coronaviru­s está teniendo un éxito viral. Un éxito redundante, que sintetiza la realidad del virus y, al mismo tiempo, metaforiza la comunicaci­ón actual. Este Covid-19 asusta y fascina al mismo tiempo. Rige el planeta. No es extraño que lleve corona.

El triunfo comunicati­vo

es identifica­do con la propagació­n masiva de un virus

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