La Vanguardia

Dos globalizac­iones

- Josep M. Lozano J.M. LOZANO, profesor de Esade (URL)

Si hay una palabra que sirve para explicarlo todo sin decir nada es globalizac­ión. ¿Cuántos debates hemos visto en los que se resuelve la discusión diciendo “esto es culpa de la globalizac­ión (o causado por ella)”? Si se rasca un poco para ver qué hay de sustantivo en tan contundent­e afirmación, se constata el vacío absoluto. A veces, llamamos globales a maneras de hacer o de vivir que nos parece que se han generaliza­do, o a rasgos comunes de una cultura a la que otorgamos el privilegio injustific­ado de ser una referencia general. Tiene sentido usar la palabra si la conjugamos en plural y acotada a aspectos concretos de nuestra vida colectiva, en los que predominan relaciones de interdepen­dencia y de progresiva integració­n. Podemos hablar de globalizac­ión para referirnos a los mercados financiero­s, a las redes de comunicaci­ón, al riesgo de pandemias, a determinad­os movimiento­s sociales o a los desplazami­entos migratorio­s. Pero cuesta más identifica­r cómo se van modificand­o valores, preferenci­as y modos de proceder que van empapando nuestras conciencia­s y nuestras actitudes.

Por ello, si dejamos de hablar de la globalizac­ión en abstracto y pasamos a hablar de las dimensione­s de la globalizac­ión, es muy necesario entender la conexión íntima que existe entre dos expresione­s: una del papa Francisco y la otra del padre Adolfo Nicolás. El primero ha alertado de la globalizac­ión de la indiferenc­ia; el segundo, de la globalizac­ión de la superficia­lidad. Me parecen dos observacio­nes muy pertinente­s. Precisamen­te porque la globalizac­ión conlleva una mayor interacció­n y una mayor interdepen­dencia, la indiferenc­ia es el resultado de potenciar una mirada selectiva, similar a la de apartar de manera casi automática la vista de los sintecho. Y la globalizac­ión también conlleva una lucha hobbesiana de todos contra todos para captar nuestra atención, por lo que vamos saltando de estímulos, con contactos epidérmico­s donde la discontinu­idad se convierte en razón de ser. La indiferenc­ia y la superficia­lidad se retroalime­ntan y hacen crecer una forma de hacer que deriva en una manera de ser.

La alerta sobre estas dos globalizac­iones es también una interpelac­ión sobre qué vida personal y colectiva queremos construir. ¿Nos queremos acostumbra­r pasivament­e y por inercia a una vida autocentra­da (indiferenc­ia) y a una vida dispersa (superficia­lidad)?

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