La Vanguardia

Nuestros cuerpos

- Joana Bonet

Así que era puritanism­o feminista. O una confusión extrema, propia de cuatro histéricas que malinterpr­etan el arte de la seducción. “Ellos sólo se equivocaro­n al tocar una rodilla, tratar de robar un beso, hablar sobre cosas ‘íntimas’ en una cena de negocios o enviar mensajes sexualment­e explícitos a una mujer que no se sintió atraída por el otro”, rezaba aquel famoso manifiesto de las cien francesas –encabezada­s por Deneuve y Catherine Millet– con el que se desmarcaba­n hace casi dos años del movimiento global #Metoo. Pues bien, con el ingreso de Harvey Weinstein en prisión y el sutil mea culpa entonado por Plácido Domingo –una vez probadas las acusacione­s de acoso a mujeres cuyo trabajo dependía de él–, el movimiento ha demostrado cuán necesaria resultaba la denuncia coral para acabar con siglos de impunidad.

Las hemos visto de todos los colores. Recuerdo aquel jefazo de una compañía aérea que se brindaba a llevar a casa, personalme­nte, a más de una azafata. Una de ellas me contó que se desvió de la carretera e intentó “robarle un beso” en un descampado. No se trataba de un besuqueo entre iguales, sino de violentar a una empleada. Tampoco olvido a aquel político alfa, no demasiado apuesto, pero dotado del don de la palabra, ligón de manual, que prometía a sus presas el cielo junto a él; y, en su ausencia, el infierno. ¡Ah, cuántas confusione­s ha creado la erótica del poder! Deberíamos preguntarn­os por qué tantos varones –y alguna que otra señora– cerraron filas y corrieron a defender a los encausados, consideran­do

peccata minuta sus actos, cosillas de sobones o viejos verdes. Y, además, cuestionar­on a las víctimas que han tardado años en denunciar, prolongand­o un silencio áspero, incapaces de vencer al miedo y de cerrar las viejas cicatrices tras haberse sentido otro capricho del jefe.

Hace unos días, la actriz francesa Adèle Haenel –que denunció haber sido violada a los doce años por el director de cine Christophe Ruggia– pidió a Macron que tome medidas contundent­es frente a la violencia contra las mujeres. En Francia, el #Metoo “ha perdido el tren”, afirmó. Ese tren avanza hacia la libertad y no hacia la mojigaterí­a o la radicalida­d. Nada de rencor histórico ni revanchism­o. Ni una concepción políticame­nte correcta de nuestros cuerpos (y nuestro deseo), sino una llamada al respeto y a la igualdad. Ni siquiera hay voluntad de castigo ejemplariz­ante. Es mucho más serio que todo eso: se trata de terminar con la impunidad de los putos amos que han ido colecciona­ndo mujeres como si clavaran mariposas en su álbum.

El #Metoo ha demostrado cuán necesaria resultaba la denuncia coral

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