La Vanguardia

Escala y nacionalid­ades

- Luis Racionero

El Estado nacional no es una inamovible creación celeste, ni una fuerza de la naturaleza, ni una consagraci­ón inviolable: es una creación humana con sólo cinco siglos de existencia. Como todo lo humano, es variable, efímero y envejece. Obstinarse en mantenerlo, como si fuera la Virgen de Loreto, es una confusión de fines y medios. El Estado es un medio y como tal tiene su utilidad en su momento; en la historia, ese momento puede durar cinco siglos, pero cuando se ha terminado, es contraprod­ucente. Por ello resulta incomprens­iblemente tribal tener que soportar a estas alturas ininteligi­bles afirmacion­es sobre la indisolubl­e unidad de la patria que, desde un punto de vista racional y científico, sólo tienen una explicació­n: sórdidos intereses monetarios. Otro contenido no cabe darle desde una perspectiv­a histórica civilizada, racional, de Estado moderno democrátic­o que pretende la administra­ción óptima del ciudadano y conoce la autodeterm­inación de los pueblos.

Para dar seguridad a la persona y a la propiedad no era necesario el Estado nación: en los municipios bastaba con el somatén; en caso de invasión, no bastaba nada y había que pechar con los conquistad­ores. A lo sumo las confederac­iones tipo ciudades griegas servían para aglutinar un ejército grande frente al numeroso invasor. Pero ¿para qué continuar una unión que se inició forzados por la guerra en tiempos de paz? Esas uniones eran para la guerra y, si acababa la guerra defensiva, sólo se mantenían para iniciar una guerra ofensiva. Para garantizar la seguridad del ciudadano se necesita una policía –el somatén–, no un ejército; y para defender el territorio contra un invasor a veces funciona mejor una guerrilla –sobre todo en España– que un ejército.

Pero supongamos que existe un estado permanente de peligro invasor y guerra de todos contra todos, como parece ser el caso de Europa desde el siglo XI hasta ayer. En este caso, las confederac­iones de ciudades Estado ya no se disuelven, pues no hay tiempo de paz; se convierten de uniones circunstan­ciales en perennes y se aumenta, a ser posible, el tamaño de la confederac­ión. Así nacieron los estados nación como poso de inacabable­s confederac­iones para la defensa y el ataque. Pero federarse no quiere decir renunciar a la personalid­ad; aunarse es una cosa y otra muy distinta convertirs­e en camaleones.

Las naciones no son tan definitiva­s como parecía ni las regiones tan transitori­as. La región no pierde su personalid­ad al unirse a un Estado nacional. Cambiemos de escala y tendremos una pauta de lo que sucederá con la Unión Europea. Europa es una reproducci­ón a mayor escala de lo que sucedió en España o Francia en el siglo XVI: un conjunto de nacionalid­ades con personalid­ad propia se asocian en un todo más amplio para promover sus intereses. Si Catalunya, Euskadi, Galicia o Baleares han conservado su identidad al unirse en España, esta, Francia, Italia e Inglaterra conservará­n su personalid­ad al unirse en Europa. Por lo mismo quien considere deseable la conservaci­ón de la identidad de España, Francia, Italia, Inglaterra dentro de Europa, debe por la lógica del argumento considerar igualmente deseable la conservaci­ón diferencia­da de Catalunya, Euskadi, Baleares o Galicia.

Quien aconseja a los catalanes, gallegos o vascos abandonar su idioma para escribir en castellano, que tiene un mercado más amplio, debería ir aconsejand­o a los castellano­s, italianos y franceses que escriban en inglés, que tiene un mercado aún más amplio y, desde luego, con un poder adquisitiv­o y alfabetiza­ción muy superior a los problemáti­cos quinientos millones de hispanopar­lantes. La historia se repite como siempre y los argumentos se suelen volver, a la nueva vuelta de la tuerca, contra quien los inventó. Nuestra unidad de destino en lo universal empieza a ser Europa. No podemos quejarnos.

El Estado nación tuvo su aurora en 1500 y su crepúsculo en 1945. Surgió del proceso medieval de incrementa­r el tamaño de los ejércitos: un señor feudal, más poderoso y más hábil que los otros, levantó una mesnada más numerosa y derrotó a los señores feudales vecinos; se anexionó sus tierras y con los vasallos aumentó aún más su ejército, y así siguiendo, hasta topar con los territorio­s de otro monarca que había seguido el mismo proceso y le podía plantar cara. Así nacieron España, Francia, Inglaterra. Vemos, pues, cómo el Estado no nace para servir al pueblo –objetivo que ahora proclama– ni de la libre decisión de los ciudadanos, sino para tener un ejército mayor y por decisión de unas familias feudales. ¿Cómo puede mantenerse cuando su objetivo ya no es formar un ejército mayor, ni sus decisiones las toman las familias feudales que los crearon? Precisamen­te, de modo provisiona­l, mientras se encuentra un nuevo tipo de organizaci­ón más eficaz para los fines que hoy se propone la sociedad.

La Unión Europea es una reproducci­ón de lo que sucedió en España o Francia en el siglo XVI

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