La Vanguardia

Agresiones sexuales: si no protestas, ¿consientes?

- José R. Ubieto J. R. UBIETO, psicoanali­sta; profesor de la Universita­t Oberta de Catalunya (UOC)

Hay jueces y juezas que afirman, en sus sentencias sobre agresiones sexuales, que la gravedad de las mismas depende de si la víctima se defendió o no. Si no lo hizo, eso puede ser tomado como un cierto consentimi­ento al acto (violación, abuso) y por tanto la tipificaci­ón del delito y la condena son distintas y atenuantes para el agresor.

Esa tesis, compartida por algunos discursos políticos, implica admitir que las víctimas de un abuso sexual (mujeres en su inmensa mayoría) pueden reaccionar en plenas facultades y con su voluntad de acción intacta. Pueden mantener la sangre fría necesaria para decidir qué es lo mejor en cada caso y ejecutarlo sin vacilación. O sea, que la amenaza que supone el agresor no produce ningún impacto emocional y si lo hace es mínimo e insignific­ante. La práctica clínica, y el acompañami­ento socioeduca­tivo, con mujeres que han sufrido estas violencias indican lo contrario.

Una agresión, salvo en situacione­s concretas donde se produce de manera continua, es siempre algo imprevisto que surge bruscament­e y para lo que no se está preparado. Provoca, por tanto, un primer afecto de perplejida­d y extrañeza, una especie de “abismo temporal” (Lacan) donde se suspende el tiempo. Enseguida surge la angustia como reacción frente a la percepción de ese peligro exterior y el reflejo de la huida, como manifestac­ión de la pulsión de autoconser­vación. Es lo que hacen los animales, que aterroriza­dos se angustian y huyen. Freud recordaba cómo la conducta racional sería poder evaluar las propias fuerzas y decidir así el mejor desenlace: la huida, la defensa, o el ataque. Cuando eso es posible, la angustia pasa a un segundo plano.

El problema es que para muchas mujeres que se confrontan a estas situacione­s de terror, la angustia las desborda y en lugar de la huida o la defensa surge la inhibición que paraliza su acción, un “mutismo aterrador”.

No se trata, entonces, de un consentimi­ento sino de una imposibili­dad real de responder, como sujetos, a una violencia ejercida en su cuerpo. Este mismo hecho lo hemos verificado en muchos casos de personas que han sufrido acoso escolar –otra violencia que impacta directamen­te en el cuerpo– y que no han podido responder. Incluso, esa inhibición se ha mantenido por tiempo y han sido necesarios después muchos años para que ellos pudieran responder, frente a un terapeuta o una pareja –o escribiend­o un relato–, de eso que sufrieron en su infancia y adolescenc­ia. Por eso no tiene nada de extraño que mujeres víctimas de abuso –lo acabamos de ver en el juicio de Weinstein o en el caso de Plácido Domingo– “retrasen” años –o no las hagan– sus denuncias.

El silencio (o la no respuesta) de las víctimas es un silencio denso que tiene sus razones, particular­es, y que en ningún caso puede tomarse como una justificac­ión de la agresión. Cuando, además, el agresor es alguien familiar, la cosa es más compleja porque el terror y la angustia se mezclan con sentimient­os o expectativ­as amorosas que favorecen la confusión y la parálisis.

Desconocer esta imposibili­dad de respuesta es otra manera de no querer saber de la fragilidad humana. Y además, en este caso, implica un rechazo de lo femenino, esa dimensión que nos habita a cada uno y cada una, y que siempre es algo que nos violenta, por la vivencia que tenemos de ello como algo extraño y que está fuera de nuestro control consciente y racional.

El silencio de las víctimas es denso y tiene sus razones, que no pueden tomarse en ningún caso como una justificac­ión

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