La Vanguardia

No olvidar a la tieta

- Sergi Pàmies

Escribo este artículo a mano, en un bloque de papel de carta El Cisne que me he llevado de la habitación de la residencia Sant Domènec de Balaguer donde mi tía Maria Pàmies Bertran ha vivido durante casi treinta años. Murió el viernes pasado, sobre las cinco y media de la tarde. Tenía 93 años. Hacía meses que su salud la empujaba hacia este fatal y previsible desenlace. Vejez de residencia, con el lento oleaje de compañeros y amigos que llegan y se van, transforma­dos en la única familia fiable, testigos de la voluntad de preservar una independen­cia mineral, ganada gracias a las pensiones obtenidas con la plusvalía de su trabajo. Años de servicio en casas de la alta burguesía de la Bonanova y París y una segunda vida en Londres, donde empezó como criada de infantería y acabó siendo gobernanta de un restaurant­e. Flashback: después de la guerra, está el drama de un exilio que la empujó hacia la emigración de superviven­cia. Trabajo y más trabajo y el tipo de soledad que describen algunos versos de la canción de Serrat. Después de tanta niebla, nostalgia sin cursilería, desarraigo sin estereotip­os y el deseo de volver a su país para sumar años de cotización en el taller de su hermano Pau, que le facilitó un aterrizaje sin turbulenci­as y el éxito de no tener que ser una carga y de no depender de nadie.

Generosa, con la escasa cintura diplomátic­a propia de muchos Pàmies, Maria ha muerto sin que, las últimas semanas, pudiéramos entenderla cuándo intentaba decirnos algo. Pero sí abría los ojos con la mirada expresiva y la capacidad de transforma­r la dignidad de años de sostenida soledad en un centelleo de alegría. Cuando íbamos a visitarla –en mi caso, mucho menos de lo que debería–, al cabo de un rato nos despachaba con comentario­s expeditivo­s innegociab­les. Metódica, ordenada, tenaz, observador­a, acumulaba recortes de periódico, participac­iones de primeras comuniones, bodas, bautizos y una colección de diccionari­os que certificab­an su amor por los idiomas y las palabras. Guardaré el recuerdo de cuando nos visitaba. Llegaba de Londres cargada de regalos de Harrods que nos parecían –lo eran– tesoros de película fugazmente accesibles. Yo tenía seis u ocho años y recuerdo el olor de su abrigo al abrazarla. Era un perfume a modernidad londinense que, a diferencia del resto de la familia, no desprendía fragancias de obsesión política ni pontificab­a sobre la inminente muerte de Franco. Y cuando fuimos adultos nos preguntaba, con un interés voraz y una sonrisa pícara, primero por las novias y más adelante por los hijos o las separacion­es. Murió cogiendo la mano de su sobrino Jean, al lado de Ulrike. Y fiel a su previsora firmeza, dejó claro –con una caligrafía sinuosa, quien sabe si sobre el mismo papel El Cisne– que no quería ni tanatorio, ni iglesia. Sólo quería que sus cenizas fueran depositada­s en la tumba de su madre, en el cementerio viejo de Balaguer. “Espero que se cumpla”, acababa la carta. Dalo por hecho, tieta.

Vejez de residencia, con el lento oleaje de compañeros y amigos que llegan y que se van

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