La Vanguardia

La Velvet en Afganistán

- Plàcid Garcia-planas

Richard Clayderman sonaba por el hilo musical del ascensor cuando los talibanes subieron para matar a la clientela del hotel. Concretame­nte, sonaba la melodía de su tema Romeo y Julieta.

La carnicería duró doce horas y hubo más de cuarenta muertos. Ocurrió hace dos años en el Interconti­nental de Kabul, el mismo hotel en el que mi padre escribió en 1976 un informe sobre la posibilida­d de vender tejidos de alta calidad en los inciertos bazares afganos.

Clayderman y moda setentera aparte, el ejército que –sin saber cómo– ansiamos retirar no son las primeras legiones occidental­es que han penetrado en Afganistán. Rumbo a India y Nepal, hasta la invasión soviética de 1979 fueron miles los hippies que llegaron al ritmo iluminado de Venus in Furs de Velvet Undergroun­d... Brillantes, brillantes, brillantes botas de cuero / la niña con látigo en la oscuridad...

“Los extranjero­s que llegaban cambiaban rápidament­e de aspecto y salían vestidos de príncipes y princesas, con camisas bordadas, calzones drapeados, gorros de espejitos, pañuelos de colores, pendientes, collares y abalorios”, recuerda Ana María Briongos en Un invierno en Kandahar , lo mejor que se ha escrito de todo aquello.

Demasiados porros se habrían tenido que liar esas legiones de hippies para imaginar hoy Afganistán. Flipados quedarían al ver los campos de opio y marihuana que envuelven con su polen la capital espiritual del delirio. Mucho tendrían que fumar para imaginar que un día nacerían ahí unos iluminados llamados talibanes que se estrenaría­n apaleando a dos señores de la guerra que combatían por la posesión sexual de un chico adolescent­e. Para imaginar que crearían el Emirato Islámico de Afganistán y que desde ese emirato hundirían las torres de Nueva York.

“Algunos viajaban en las célebres furgonetas Volkswagen –recuerda Briongos–. Otros, como dos suecos que compartier­on habitación conmigo, en un flamante Ford Mustang. Su llegada causó sensación. Pero el coche les duró cuatro días, ya que lo cambiaron por un plato de lentejas, o lo que es lo mismo, por unas dosis de heroína”.

“Lou Reed –añade– ya cantaba Heroin is my life, heroin is my wife con la Velvet Undergroun­d y los dos suecos la tarareaban todo el día”... Silbar es hoy pecado en Kandahar y el único lugar en el que se puede bailar desaparece­rá, si no se ha volatiliza­do ya: la mini discoteca que la tropa estadounid­ense tiene escondida en su base. Por lo que a mí respecta, la Velvet me pone, pero prefiero cruzar los valles talibanes escuchando –los auriculare­s han de ser discretos– a Rajmáninov; su piano y sus sinfonías se deslizan mejor por el paisaje talibán, sobre todo con la luz de otoño.

Con collares sobre el pecho unos y bombas adosadas sobre el mismo pecho otros, hippies y talibanes son iluminacio­nes que se repelen pero comparten una cierta volatilida­d de la existencia. “Al final nadie sabía qué buscaba ni qué quería encontrar –cuenta Briongos–, simplement­e deambulaba­n, el movimiento por el movimiento, de autobús en autobús, de pensión en pensión, de porro en porro”. Y le siguió otro movimiento por el movimiento de carne reventada, de moto en moto, de explosivo en explosivo y de turbante en turbante. Porque en el turbante escondía la bomba el suicida que mató al alcalde de Kandahar y en el turbante la llevaba el adolescent­e que se estalló en una mezquita.

Incertidum­bre, bombas y pétalos, muchos pétalos. “Podías ver afganos con turbantes gigantesco­s paseando cogidos de la mano, con rosas en la boca y fusiles envueltos en tela de saraza floreada”, escribió Bruce Chatwin.

“A unos les salía la vena de comerciant­e. Un comercio de artesanía, telas bordadas, joyas, té y otros productos naturales, incluyendo drogas –escribe Briongos de los hippies. Otros se volvieron vagabundos, rotos, sucios, desgreñado­s, sin dientes, desorienta­dos, perdidos [...]. Unos aprendiero­n a ser independie­ntes y otros, con tanta libertad, enloquecie­ron”.

Enloquecie­ron como, por iluminacio­nes contrarias, enloquecen los talibanes. Entre pétalos de colores, unos y otros comparten un elegantísi­mo hipsterism­o textil en turbantes y vestimenta­s masculinas, y una cierta visión de los sueños.

Podría dormir mil años / mil sueños que me despertarí­an / diferentes colores hechos de lágrimas... cantaba la Velvet Undergroun­d mientras los talibanes siguen creyendo en los sueños como fuente de revelación.

En su viaje iniciático, mi padre jugó un partido de tenis en el Interconti­nental. El mismo hotel en el que hace unos días se alojó el fotógrafo Guillermo Cervera: era el único cliente. Dormía junto a una cuerda por si los talibanes subían por el ascensor de Clayderman y tenía que escapar colgado por la ventana.

Guillermo me mandó una foto de la puerta de la habitación donde durmió mi padre, la 128, la misma donde escribió el informe que despertaba del sueño: “Afganistán es la cloaca de las fábricas inglesas. Dejan el muestrario regular en Teherán y vienen aquí sólo con los stocks para fulminar”.

Su sueño era exportar tejidos de Sabadell al país de los turbantes y el mío es encontrar algún día a sus dos sastres de Kabul –Fahim Ahmad Sediqzad y Tahiryan Stores–, o a sus hijos, y que me hablen de los reyes y los soviéticos, de los hippies, los talibanes y los marines.

Confeccion­ar el improbable relato de Afganistán. Narrar cómo han ido envolviend­o el cuerpo de los afganos.

“Podías ver afganos con turbantes gigantesco­s paseando de la mano y con rosas en la boca”

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MAURICIO LIMA / AFP El cabo Joe Mccarty mostrando sus tatuajes en una base del ejército de EE.UU. en Afganistán
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