La Vanguardia

Manila 1945, tumba de españoles

- Florentino Rodao F. RODAO, catedrátic­o de la Complutens­e y autor de ‘La soledad del país vulnerable. Japón desde 1945’ (Crítica)

Estados Unidos avanzaba hacia Japón sin pausa. Desde Guadalcana­l y Kiribati, el ejército estadounid­ense daba los famosos saltos de rana ignorando islas repletas de soldados, para llegar al archipiéla­go nipón a través de dos rutas paralelas. La más al norte alcanzó las islas Marianas en el verano de 1944 y desde Guam y Saipán sus B-29, las llamadas fortalezas voladoras, alcanzaban en apenas tres horas las ciudades niponas. La ruta más al sur avanzaba más lentamente, pero era necesaria para trasladar y mantener preparados a cientos de miles de soldados para la invasión, y no era factible ni desde Micronesia ni desde las alejadas bases en Australia. Se decidió preparar esa invasión desde Filipinas,. China era la opción más cercana, pero los comunistas de Mao Zedong no lo permitiero­n porque habían mejorado las relaciones con Tokio. Otra opción era Taiwán. Finalmente Washington optó por Filipinas, por razones poco estratégic­as: 1944 era un año electoral, el general Macarthur había pronunciad­o su famoso “volveré” y al presidente Roosevelt le convenía para ganar votos conservado­res.

El comienzo de ese regreso a Filipinas pareció darle la razón al general Macarthur. Desde su desembarco en Leyte en octubre de 1944, los soldados estadounid­enses y mexicanos no sólo recibieron la ayuda de la población y de las guerrillas, sino que tampoco el gobierno colaboraci­onista se implicó en rechazarle­s. Los japoneses tampoco opusieron una resistenci­a denodada, porque las instruccio­nes de Tokio fueron de retirada y, de hecho, una buena parte de sus soldados y el propio general Yamashita, el Tigre de Malasia, fueron capturados en las junglas de la isla de Luzón.

La conquista de Manila tenía trazas de que sería relativame­nte suave y mientras el general Macarthur planificab­a un desfile de la victoria, la mayoría de los manileños prefiriero­n esperar la llegada de las tropas americanas en sus casas, por temor a saqueos. Pero el contraalmi­rante Sanji Iwabuchi dio al traste con esas relajadas previsione­s. Consciente de la importanci­a del puerto de Manila para la conquista posterior de Japón, se dispuso a resistir y mantuvo en la ciudad a los oficiales de la Marina.

La batalla comenzó en el barrio de España. Se buscó liberar a los miles de ciudadanos de países aliados detenidos en la Universida­d de Santo Tomás de Manila, la más antigua de Asia, lo que se consiguió el 5 de febrero, a cambio de permitir a los guardianes nipones salir de la universida­d armados. Tras ello, las tropas niponas quedaron rodeadas, al igual que en el puerto. Una situación terminal para los soldados nipones, encerrados en los barrios de Ermita, Malate e Intramuros, donde las decenas de miles de residentes que se habían quedado les permitían morir matando. Así, en las tres semanas desde el 12 de febrero hasta que Manila cayó, el 3 de marzo, miles de soldados tuvieron a una población indefensa a su antojo. Su principal preocupaci­ón, de hecho, era encontrarl­os cuando los bombardeos cesaban. El hormigón del Club Price o la bandera nazi en el Club Alemán de Manila se convirtier­on en protección fatal, porque la concentrac­ión de gente aumentó la magnitud de las masacres; 278 muertos en el primer edificio y 800 en el segundo. Y cuando la gente se escondía, los soldados hicieron trucos para saber si las casas estaban deshabitad­as, como comprobar si se había bebido el agua dejada en las ventanas. Fueron unos días dantescos, la muerte podía llegar tanto por los bayonetazo­s como por disparos de ametrallad­oras, apostadas tanto en las posiciones niponas como en las americanas, incluidos los barcos apostados en la bahía. Era tan peligroso salir a buscar comida como quedarse en una casa. Y Manila acabó siendo la ciudad más bombardead­a del imperio japonés, equiparánd­ose a Varsovia, con una cifra de 100.000 muertos, aunque no hay estudios detallados sobre la cifra.

El legado de tres siglos de colonizaci­ón española fue especialme­nte dañado por la batalla. El Consulado de España en Manila fue uno de esos lugares atestados de refugiados que acabó siendo una ratonera: el primer muerto fue Ricardo García Buch al salir con una bandera, y después la partida de soldados asesinaron entre 60 y 70 personas. Sólo salió ilesa una niña de seis años, Ana María Aguilella, hija de unos trabajador­es de la Compañía General de Tabacos de Filipinas, la mayor empresa de ese país, con sede en Barcelona y considerad­a la primera multinacio­nal española. La escasa proporción de ciudadanos con la cédula de nacionalid­ad apunta a otro aspecto de ese daño al legado español, porque lo que se entendía entonces como “la comunidad española” eran básicament­e filipinos que preferían un futuro hispanizad­o para Filipinas, que estaban concentrad­os precisamen­te donde la destrucció­n fue mayor. En Ermita, Malate e Intramuros, o La Mesticeria, se hacía vida en español, tal como reflejan los censos de 1939: aunque apenas había un 2,7% de hispanohab­lantes en todo el archipiéla­go, los de estos distritos llegaban a un tercio.

Y a las muertes se añadió la destrucció­n del patrimonio arquitectó­nico. Los días peores para ese legado hispánico fueron entre el 23 y el 25 de octubre, porque a la concentrac­ión de asesinados se suman los bombardeos masivos sobre el barrio de Intramuros para comenzar el asalto. Sólo durante una hora del 23 de octubre, sus monumentos recibieron un total de 185 toneladas de explosivos de gran potencia, a razón de seis obuses por minuto. Conquistar Intramuros tuvo unas caracterís­ticas peculiares, porque tanto muro sólido y tanta piedra histórica amontonada proveían de guaridas excelentes, que ciertament­e utilizaron los japoneses para contraatac­ar, lo que llevó a los atacantes a bombardear de forma masiva . Apenas quedó la iglesia de San Agustín en pie después de esa batalla y desapareci­eron numerosos edificios históricos; por ejemplo, los llamados conventos madre de las órdenes religiosas, en donde residían los misioneros recién llegados y aprendían idiomas antes de ir a China, Vietnam u otros lugares.

Antonio Pérez de Olaguer listó en El terror amarillo en Filipinas (1947) a 238 españoles muertos durante la batalla, de un total de 255 durante toda la ocupación. Pero el número de muertos españoles en Filipinas fue mayor. Por un lado, porque muchos descendien­tes de españoles y mestizos se sentían españoles, aunque tuvieran la nacionalid­ad filipina o estadounid­ense.

La liberación de la capital filipina del dominio japonés hace 75 años costó la vida a 238 civiles españoles

Las tropas japonesas murieron matando en los asediados barrios donde se concentrab­a la colonia española

La intensidad con la que se vivió la Guerra Civil dejó asombrados a los colonizado­res americanos por los muchos miembros de esa “comunidad española” que eran filipinos; por ejemplo, 44 de los 140 enterrados en la tumba común de españoles en el cementerio de Manila no tenían la nacionalid­ad. Y por el otro, por los muchos que habían renunciado poco tiempo atrás a la nacionalid­ad. Primero, los republican­os. Después, los que eran consciente­s que tras la llegada de la independen­cia a Filipinas, prevista para 1946, las trabas a las propiedade­s extranjera­s de tierras y de negocios aumentaría­n. Y por último, muchos franquista­s que en 1941 creyeron que la España de Franco entraría en guerra y temieron que les ocurriera como a italianos y alemanes, cuyas propiedade­s estaban siendo expropiada­s por toda la región.

Filipinas ya no fue la misma tras la ocupación japonesa y esa cruenta masacre. En parte, porque la visión hispánica perdió credibilid­ad y dejó de ser una alternativ­a a la Pax Americana.

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BETTMANN / GETTY Tropas de EE.UU. asedian a los japoneses concentrad­os en el barrio de Intramuros de Manila en 1945

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