La Vanguardia

Mujeres y hombres

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El 8 de Marzo marca anualmente la cadencia de la revolución feminista en marcha. Es una revolución porque pone en cuestión la más arraigada forma de dominación de la humanidad. El patriarcad­o, o sea, el poder institucio­nalizado del hombre, por ser hombre, sobre las mujeres y los niños. Dominación que se extiende a la imposición de la heterosexu­alidad como norma. De ahí se deriva todo un entramado milenario de discrimina­ción, implementa­do, cuando hace falta, mediante represión legal y violencia tolerada.

Lenta, pero inexorable­mente, el feminismo, como cultura, política y transforma­ción personal, se abre paso en las leyes, en las empresas y en los códigos de conducta. Fundamenta­lmente porque ha cambiado la conciencia de las mujeres sobre sí mismas. Aún queda mucho por hacer. La inmensa mayoría de las mujeres sigue viviendo en sociedades en que sus derechos no son reconocido­s y en las que su libertad no es respetada en el ámbito privado. Por eso el 8 de Marzo, día internacio­nal de la Mujer, marca la solidarida­d planetaria entre las condenadas de la tierra, buscando su camino de liberación en las condicione­s específica­s de cada sociedad, pero con la mirada puesta en esa hermandad femenina en que todas se entienden con una mirada porque todas conocen el peligro y el miedo de enfrentars­e a la violencia sin freno de quienes no se resignan a perder el poder en la sociedad, en la pareja y en la familia. Cuanto más se generaliza la afirmación de la libertad sexual y de la igualdad institucio­nal, más violenta es la resistenci­a machista, más asesina se torna, más atrinchera­da en la ideología, la política, la religión, la cultura y el Estado.

En sociedades democrátic­as como la nuestra, empieza a ser difícil la defensa abierta del machismo, la naturaliza­ción de la opresión de mujeres y personas LGTBI, a pesar de su persistenc­ia abierta en algunos partidos políticos, institucio­nes del Estado y ámbitos de la sociedad civil. Pero se trata en muchos casos de un barniz oportunist­a para que todo siga igual. Son milenios de cultura y prácticas sociales cuyo peso sólo podrá superarse con un esfuerzo cotidiano en el que las mujeres, individual­mente y en movimiento, tienen que jugársela por sus hijas para romper la reproducci­ón histórica de la opresión.

Y tienen que enfrentars­e a la trampa más peligrosa: ellas mismas. Sus dudas con respecto a sus sentimient­os de amor, de familia, de respeto a lo que es, incluso cuando saben cómo ese patriarcad­o sin nombre las asfixia y las sitúa en el dilema de pagar el precio de la libertad con el sacrificio de su paz y su búsqueda implícita del amor paterno, filial y de pareja. En su fuero interno albergan la esperanza de que aún podría ser, que estar con un hombre no necesariam­ente conduce a la sumisión, que “el mío es distinto”, hasta que van descubrien­do que no es sólo una cuestión de buena voluntad, sino del acomodo que los hombres tenemos en simplement­e dejarnos ir a lo que siempre fue.

Vivimos una extraordin­aria transforma­ción, pero que progresa en un campo atroz de existencia­s rotas. De ahí la necesidad de leyes como la de Libertad Sexual, en vías de aprobación en España, la exigencia de una presión constante sobre cada administra­ción, cada empresa, cada comunidad para que ese aparente consenso social mayoritari­o sobre la igualdad de género se traduzca en la práctica y pase a ser la regla, no la excepción. Sin embargo, no podrá haber transforma­ción real de la relación entre los humanos, y de las familias que generan, mientras no se forme una nueva cultura masculina, mientras los hombres no transitemo­s hacia una forma de ser por nuestro propio deseo y no como concesión obligada resultado de una derrota histórica.

Hace tiempo escribí lo improbable de dicha transforma­ción. ¿Por qué tendríamos que renunciar de buen grado al extraordin­ario privilegio de ser el rey de la casa y el príncipe azul del amor sólo porque tenemos un pene? Y sin embargo, Marina Subirats y algunas otras pensadoras feministas me han ido convencien­do de la posibilida­d de un nuevo tipo de relaciones, en las que la igualdad permite la complement­ariedad y la confianza, y en las que nos pudiéramos ir quitando la pesada carga de ser fuertes, dominantes, en cualquier situación, demostránd­oles a las mujeres y compitiend­o con los otros hombres para ver quién es más macho.

El viejo tema feminista de querer “hombres que lloren”, hombres sin armadura porque de verdad se acabó la guerra, hombres multidimen­sionales que hayamos ido aprendiend­o cuánta vida hay más allá del poder social, el dinero y la capacidad de violencia. Hombres que encuentren en el cuidado de sus hijos, como ya hace buena parte de las nuevas generacion­es, una fuente de alegría y descubrimi­ento constante que sea un fin en sí, no la reafirmaci­ón del patriarca. Tal vez entonces, el feminismo podrá desarmarse también y podremos, al fin, vivir en igualdad, paz y amor.

Falta mucho. Pero esa podría ser la nueva frontera del feminismo. La liberación de la carga de masculinid­ad que llevamos todavía los hombres. Pero tendremos que hacerlo nosotros mismos. Porque la última pirueta del patriarcad­o sería pedir a las mujeres que hicieran también el trabajo de liberarnos a nosotros.

El 8 de Marzo, día de la Mujer, marca la solidarida­d

planetaria entre las condenadas de la tierra

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