La Vanguardia

Verdad y política

- Juan-josé López Burniol

De niño, escuché a veces la expresión “lo dice el periódico” para corroborar un aserto. Quien hoy dijera tal cosa sería sin duda objeto de rechifla. Lo que nunca se ha hecho, ni entonces ni ahora, ha sido utilizar como argumento de autoridad “lo dice este o aquel político”. En los días que corren, cuando proliferan en nuestra vida política los episodios de mentiras frontales, contradicc­iones palmarias y elusiones intenciona­das, la credibilid­ad de nuestros dirigentes –también pagan justos por pecadores– no es que esté bajo mínimos, sino que anda por los suelos. Algunos sucesos recientes merecerían entrar con toda justicia en una nueva versión ampliada del viejo libro Celtiberia show, de Luis Carandell. Serían cómicos si no fueran, a fin cuentas, muy trascenden­tes.

El conflicto entre verdad y política no es exclusivo de nuestro país. Poco después de aparecer su libro Eichmann en Jerusalén –y con motivo de este–, Hannah Arendt publicó un artículo titulado “Verdad y política”, que comienza así: “El tema de estas reflexione­s es un lugar común. Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie (...) puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramient­a necesaria y justificab­le no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué?”. Apunta una razón: se ha solido justificar la mentira “si la superviven­cia de la ciudad está en juego”, ya que “las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la considerac­ión de herramient­as relativame­nte inocuas”. Cierto: es preferible mentir que asesinar. Ahora bien, hoy en día, cuando la verdad religiosa y la verdad filosófica están fuera de juego y sólo queda, para la mayoría de la gente, la verdad de los hechos, las posibilida­des de que esta verdad factual “sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas”.

En efecto, incluso en las sociedades libres, muchas verdades factuales de gran importanci­a política pero incómodas son sólo toleradas, al precio de degradarla­s a la simple condición de opiniones. Esta tendencia a transforma­r la verdad de hecho en opinión es una forma moderna de faltar a la verdad.

Así, la verdad de hecho que se opone al proyecto de un grupo dominante, que asume además la representa­ción del todo, es –primero– descalific­ada como una mera opinión, y rechazada –luego– con hostilidad mayor que nunca. Busque el lector ejemplos de ello en su entorno y los encontrará sin esfuerzo. Además, si esto es así en los países libres, ¿qué decir de lo que sucede en los países que soportan el dominio tiránico de un gobierno ideológico? Simplement­e, que la negación de los hechos, es decir, la mentira, es hegemónica. Ciertos hechos de dominio público son considerad­os tabú por los mismos súbditos del régimen, como sucedía en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin, donde no se hablaba de campos de concentrac­ión ni de exterminio pese a que su existencia no era ningún secreto.

El uso y abuso de la mentira es hoy tan obsceno que la gente tiene sed de verdad. Tanta sed de verdad que esta sería hoy rentable en política, en contra de lo que sostienen muchos influyente­s agazapados tras los políticos. Sí, sería rentable a la hora de votar. Los ciudadanos son mayoritari­amente moderados porque están amarrados a las circunstan­cias concretas de su vida y, por tanto, a la realidad de los hechos y a la política de cosas. En consecuenc­ia, la gente necesita y espera que los políticos expongan la situación real en que se halla su país, detallen sus proyectos viables, rechacen o aplacen los imposibles, precisen sus logros y reconozcan sus fracasos. Así de sencillo.

El primero que tuviese el coraje de hacerlo se vería recompensa­do de inmediato por algo de lo que los políticos en ejercicio carecen: autoridad moral, que es cosa distinta de la potestad –el poder– que les otorga la investidur­a democrátic­a. Una autoridad que no es más que credibilid­ad, por lo que sólo la tienen los que dicen lo que piensan y procuran hacer lo que dicen. Una autoridad sobre la que se funda todo liderazgo merecedor de tal nombre, que es imprescind­ible cuando un pueblo se halla inmerso en la confusión que conduce a la quiebra social, a la erosión económica y a una inexorable pérdida de oportunida­des.

En suma: hacen falta partidos fuertes, pero, en tiempos de crisis, estos no son nada sin un liderazgo provisto de autoridad por inspirar confianza. ¿Dónde está?

El uso y abuso de la mentira es hoy tan obsceno que la gente

tiene sed de verdad

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