La Vanguardia

Diálogo sin alternativ­as

- Ignacio Sánchez-cuenca

Por fin se ha abierto una vía de diálogo y negociació­n entre los gobiernos de España y Catalunya. Qué vaya a suceder a continuaci­ón resulta muy difícil de saber. La incertidum­bre es enorme. Parece evidente que el independen­tismo llega a la mesa dividido e incluso enfrentado. Durante años, los independen­tistas se quejaron de la cerrazón del gobierno español; en todo momento, apelaban a un diálogo que se les negaba desde Madrid. Y, ahora que hay un Gobierno de izquierdas con buena disposició­n para abordar políticame­nte el conflicto, un sector del independen­tismo parece ir arrastrado a la mesa de diálogo. Ha bastado que el Estado cambie de estrategia para que comiencen a agudizarse las contradicc­iones dentro del bloque independen­tista. Lo que mantenía cohesionad­o al independen­tismo era, sobre todo, la intransige­ncia del Estado y su respuesta represiva.

En cuanto al Ejecutivo de Sánchez, no está claro aún si hay una voluntad de ir a la raíz del conflicto o si, más bien, se trata de ganar tiempo, forjar una mayoría parlamenta­ria que garantice la aprobación de los presupuest­os y luego dejar morir la negociació­n.

Para superar la desconfian­za entre las partes, es convenient­e no perder demasiado tiempo en prolegómen­os y entrar en una dinámica de cesiones parciales. Una vez que se encarrilen las negociacio­nes, estas cobrarán vida propia y pueden acabar arrastrand­o a las partes a consensuar algún tipo de acuerdo a pesar de que quede alejado de sus posiciones iniciales. Dado el apoyo abrumador al diálogo en la opinión pública en Catalunya y en el resto de España, cuanto más se avance, más costoso resultará descolgars­e.

Uno de los obstáculos más graves es el ensordeced­or ruido ambiental. Los partidos de la derecha y los medios conservado­res ya han elevado el volumen. Las acusacione­s son brutales: se pacta la ruptura de España, el Estado se arrodilla ante unos delincuent­es golpistas, Sánchez acaba con la soberanía nacional para sobrevivir en el poder, etcétera, etcétera, etcétera.

El guion no es nuevo. Se ensayó durante la primera legislatur­a de José Luis Rodríguez Zapatero, cuando este se atrevió a salirse del encorsetam­iento tradiciona­l de la política española promoviend­o la reforma del Estatut, el proceso de paz con ETA y la recuperaci­ón de la memoria histórica. Mariano Rajoy acusó a Zapatero de traicionar a los muertos, de “hablar en batasuno”, de ser desleal a España, de engañar a los españoles y de ceder al chantaje de ETA. Uno de sus más estrechos colaborado­res, Ángel Acebes, afirmó que el Estado había entregado “las llaves del Estado de derecho a los terrorista­s” y que “el proyecto de Zapatero es el proyecto de ETA”. Los más osados en el PP no pudieron resistir la tentación de atribuir un designio siniestro al gobierno en el que la reforma del Estatut (“el principio del fin del Estado”, en expresión de Rajoy) y el proceso de paz eran dos elementos interconec­tados al servicio de la ruptura de España.

No voy a insistir en el carácter incivil de la retórica que emplea la derecha española desde hace tiempo. Es cosa bien sabida y no tiene demasiado efecto denunciarl­a otra vez. Sí me gustaría señalar, en cambio, lo que, a mi juicio, es el punto más débil de sus acusacione­s truculenta­s. Incluso si se concediese que a la derecha le asiste una buena parte de razón en su crítica a cualquier salida negociada del conflicto catalán, el problema fundamenta­l es que no aporta alguna solución alternativ­a mínimament­e creíble.

¿Es realista pensar que un conflicto que dura ya una década vaya a resolverse mediante una política basada en la negación de la existencia de dicho conflicto? ¿Alguien puede realmente pensar que el problema es solamente un asunto de orden público que puede arreglarse con la intervenci­ón de las fuerzas de seguridad y el encarcelam­iento de los líderes del movimiento?

Los resultados de la estrategia de la derecha ya los hemos sufrido: el desbordami­ento del conflicto, la salida represiva, la pérdida de calidad democrátic­a, la erosión en la imagen internacio­nal del país, la inestabili­dad política y una desafecció­n muy extendida en Catalunya hacia las institucio­nes españolas.

Cuando se plantea en frío el problema de qué debe hacer el Estado español ante una crisis de demos como la que se ha vivido en España, las respuestas de la derecha son muy vagas. Apelan a soluciones extraconst­itucionale­s (y, a mi juicio, antidemocr­áticas) como un “155 indefinido”, es decir, la supresión de la autonomía catalana hasta que desaparezc­a el independen­tismo. Desde su punto de vista, un 155 indefinido permitiría la recuperaci­ón por parte del Estado de las competenci­as educativas, la supresión de la inmersión lingüístic­a y el control de los medios públicos catalanes de comunicaci­ón.

Todo esto, claro, es un proyecto cuyos efectos, aunque fueran los que la derecha espera, tardarían en materializ­arse varias generacion­es. ¿Qué hacemos mientras tanto? ¿Cómo salimos del laberinto?

En el fondo, la derecha no tiene más oferta que una política de asimilació­n nacional forzada. En lugar de afrontar el problema político, lo que busca es desactivar­lo eliminando lo que, a su peculiar entender, son las condicione­s que producen independen­tismo. Pero es que, como digo, incluso si la teoría fuera cierta, la puesta en práctica requeriría muchos años de desarrollo.

Por lo demás, la teoría ni siquiera tiene visos de verosimili­tud. España no ha conseguido nunca una asimilació­n completa de sus culturas nacionales diversas. Las circunstan­cias para lograrlo ahora no pueden ser más desfavorab­les: si el Estado no pudo hacerlo ni cuando utilizó todos los instrument­os represivos a su alcance, ahora, en un contexto democrátic­o, con un apoyo a la independen­cia por encima del 40 por ciento del electorado, ¿es serio pensar que el Estado pueda convertir a los independen­tistas?

La vía del diálogo no es la panacea, de acuerdo. Quizá fracase, quién sabe. Sin embargo, no creo que haya otra mejor. El diálogo parte de la existencia de un conflicto político complejo y pretende encontrar un marco en el cual las posturas diversas puedan ser legítimame­nte defendidas y confrontad­as, sentando así las bases para la búsqueda de acuerdos que resulten mejores para todos que el mantenimie­nto del statu quo. Con otras palabras, se trata de abordar, desde los principios inspirador­es de la democracia, un problema que todas las partes involucrad­as han sacado de quicio. A falta de algo mejor, démosle una oportunida­d al diálogo.

El cambio de estrategia del Estado ha agudizado las contradicc­iones del independen­tismo

La derecha no tiene más oferta que una política de asimilació­n nacional forzada de Catalunya

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