La Vanguardia

El cardenal

- Arturo San Agustín

Teruel siempre ha existido. La prueba es que en uno de sus pueblos, Cretas, nació Juan José Omella, que es el cardenal de Barcelona y, desde hace unos días, presidente de la Conferenci­a Episcopal española. Omella habla pausadamen­te y usa un tono de voz que tranquiliz­a. Yo creo que estos días del coronaviru­s, y mientras escribo esta columna, porque todo puede torcerse, las voces más serenas de España son la del epidemiólo­go Fernando Simón y la de Omella. O sea, que en estos últimos años de verborrea propagandí­stica, propia de quienes han utilizado la calle, la plaza y la llamada asamblea para solucionar su futuro laboral, se agradece una voz serena que en vez de aturdir, argumente.

Este hombre, Omella, que me debe un café, siempre me recuerda a un buen pan y a determinad­os dulces. Me refiero a los que se elaboran en su pueblo, en el horno de leña Llerda. Omella tiene la presencia de un maquinista de los viejos ferrocarri­les o de aquellos capataces que llamaban de vías y obras y que trabajaban diariament­e bajo soles y lluvias inclemente­s a pie de raíl. Es en su frente donde yo veo todo ese tráfico de trenes, de máquinas a vapor, que eran las que a mí me gustaban, aunque en mi infancia las máquinas eran ya casi todas eléctricas. Omella siempre me recuerda, también, a ciertos párrocos fumadores, condenados por algún señor obispo a ejercer su oficio en lugares muy alejados de la capital y de sus palacios episcopale­s. Condenados por ser en su

Omella tiene la presencia de un maquinista de los viejos ferrocarri­les o de aquellos capataces de vías y obras

vida diaria demasiado fieles a las palabras que predican.

En su frente veo trenes, máquinas de vapor, raíles y soles. Y en su sonrisa, cierto humor somarda, que es palabra aragonesa. Pero es en su mirada inteligent­e y astuta donde mejor se adivinan casi todas sus intencione­s. Omella suele poner cara de párroco fumador de pueblo, pero su aparente proximidad y sencillez, sin duda auténticas, le sirven para disimular su absoluto dominio de la estrategia. Porque siendo próximo sabe crear, siempre, una distancia prudente. Como de gato escaldado. Por eso sigue muy vivo en la Barcelona que huele a ratafía. Por eso y porque le gusta ir muy a menudo, quizá semanalmen­te, a Roma, es decir, al Vaticano. Con Omella me he encontrado alguna vez en el aeropuerto romano de Fiumigino y siempre lo he visto intentando pasar desapercib­ido con su cartera en la mano y sin aquella corte de los milagros que parecía necesitar, también en los aeropuerto­s, el cardenal Rouco Varela.

De Omella se suele decir que es amigo del papa Francisco. Nadie en el Vaticano se atreve a asegurar que eso sea cierto. Pero resulta evidente que es un hombre de su confianza. La prueba es que lo ha incorporad­o a unas congregaci­ones y dicasterio­s fundamenta­les en la llamada Santa Sede. Por ejemplo, a la Congregaci­ón para los Obispos, que es la que gestiona el nombramien­to de obispos en todo el mundo.

Que los viejos comunistas y los nuevos –me refiero a los no creyentes– hablen tan bien de Omella obliga a reflexiona­r. Creo.

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