La Vanguardia

En territorio desconocid­o

- Juan M. Hernández Puértolas

No deja de tener una cierta lógica perversa que al presidente más improbable de la historia estadounid­ense –un mes antes de su elección el consenso de las casas de apuestas situaba sus probabilid­ades de victoria en apenas un 15%– le siga una campaña de reelección plena de imprevisto­s e incertidum­bres.

Por remontarno­s únicamente a los 18 últimos meses, la pérdida del control por parte del Partido Republican­o de la Cámara de Representa­ntes en las últimas elecciones parciales (midterm) fueron interpreta­das como un serio toque de atención para la Administra­ción Trump. Y lo fueron esencialme­nte porque a pesar de que la atención mediática se la llevaron fenómenos como la irrupción en la escena política de jóvenes radicales de izquierda como la congresist­a neoyorquin­a Alexandria Ocasio-cortez, la nueva mayoría demócrata en la Cámara Baja del Congreso se forjó en actitudes moderadas y muy pegadas al suelo, como la asistencia sanitaria o la deuda derivada de la educación superior.

Sin embargo, a lo largo del año pasado pareció confirmars­e que la bonanza económica que arrancó tras la superación de la crisis financiera iniciada en el 2008 no tenía un final cercano, lo que se tradujo en estadístic­as envidiable­s en el terreno del empleo y el crecimient­o, de la inflación y los tipos de interés y, por supuesto, de los mercados y del consumo privado. Cierto es que el presidente se embarcó en una guerra comercial con China y, en menor medida, con la Unión Europea, forzando asimismo a sus vecinos geográfico­s a reformular el duradero acuerdo de libre comercio, Nafta en sus siglas en inglés, tan denostado por Trump. El famoso muro en la frontera con México, piedra angular de su anterior campaña electoral a la presidenci­a, se convirtió en un convenient­e espantajo y en el motivo lejano del último cierre temporal del Gobierno federal.

En cuanto a la esfera política, el Partido Demócrata, que tan hábil se había mostrado en las últimas elecciones legislativ­as, no acababa de dar con la tecla del candidato más apropiado para desalojar a Trump de la Casa Blanca en noviembre del 2020. Y, desde luego, no por falta de aspirantes, más de una veintena, sino porque ninguno se veía a primera vista claro favorito sobre los demás.

Las primeras citas con las urnas confirmaro­n los peores pronóstico­s para el partido de la oposición. El exvicepres­idente Biden, aparenteme­nte el mejor situado para unificar el partido desde posiciones moderadas, se hundió con estrépito en las primarias de New Hampshire y en las asambleas (caucus) de Iowa y Nevada. De la noche a la mañana, los favoritos pasaron a ser un veterano senador socialista (Bernie Sanders, 78 años) y un joven exalcalde de Indiana (Pete Buttigieg, 38 años), casado con un profesor aún más joven que él. Al propio tiempo, en los primeros días de febrero concluyó el proceso de destitució­n del presidente, saldado con la cómoda absolución del inquilino de la Casa Blanca.

Cuando parecía que estábamos ante una tediosa campaña, llegaron el coronaviru­s y sus demoledora­s secuelas

Pero en apenas unos días, los que van de la contundent­e victoria de Biden en las elecciones primarias de Carolina del Sur del 29 de febrero al 3 de marzo, fecha del supermarte­s electoral, la situación dio un giro copernican­o, devolviend­o al que fuera vicepresid­ente con Obama al status de indiscutib­le favorito para la nominación demócrata, por mucho que Sanders, que está bien financiado, no haya tirado aún la toalla. A toro pasado, el diagnóstic­o es evidente: los electores demócratas han optado por el pragmatism­o y la moderación, lo mismo que hicieron, hay que insistir en ello, en los últimos comicios legislativ­os.

Cuando parecía que estábamos ante la perspectiv­a de una tediosa e interminab­le campaña electoral –¡ocho meses aún!– circunscri­ta al inefable Donald y al tío Joe, el impacto de la pandemia del corona virus y sus demoledora­s secuelas financiera­s –las económicas aún están por aquilatar, pero buenas no serán–, nos introducen de lleno en territorio desconocid­o, también en lo que afecta a las elecciones presidenci­ales norteameri­canas.

Y es que es el liderazgo del presidente lo que está en juego. El pueblo norteameri­cano consideró que la respuesta del presidente George W. Bush a los atentados del 11 de septiembre del 2001 (más de 3.000 muertos) fue ejemplar. Por el contrario, consideró un desastre su respuesta al huracán Katrina (agosto del 2005, casi 2.000 muertos). Comparacio­nes sin duda odiosas, pero ciertament­e inevitable­s.

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