La Vanguardia

Cuarto día de confinamie­nto

- Quim Monzó

Esto sucede ayer, lunes, cuarto día de confinamie­nto de los niños. El padre acompaña a su hijo al lavabo, a lavarse las manos. Una vez más le recuerda cómo debe hacerlo: jabón, agua, frotarse las manos con intensidad, espuma, no olvidar el espacio entre los dedos, las uñas a fondo, más espuma y finalmente agua otra vez. Después el niño se seca las manos. Tiene cinco años y en todo este tiempo no se las había lavado nunca tanto, ni con tanto fervor.

Después, padre e hijo juegan. A lo largo de este lustro el niño ha desarrolla­do pasión por el juego del monstruo. El padre, la madre, el abuelo o la abuela ponen cara de monstruo muy y muy malo, con los ojos exageradam­ente abiertos, como si les fuesen a salir de las órbitas, y las manos levantadas como garras. Entonces el niño pone una cara entre aterrada y risueña y juega con su miedo:

–¡Aah...! ¡Eres un monstruo!

–Sí, soy un monstruo terrible... –responde el padre (o el miembro de la familia que en aquel momento esté interpreta­ndo el papel). El niño corre a lanzarse en brazos de algún otro familiar, para que lo abrace y lo proteja. En cuanto el supuesto monstruo recupera su cara habitual y sonríe, el niño –que todavía quiere más– insiste, riendo:

–¡Eres un monstruo! ¡Eres un monstruo!

El juego se repite una y otra vez, y otra, y otra... Dicen los que entienden del asunto que este tipo de juegos van bien para que los niños dejen aflorar sus miedos y se enfrenten a ellos. Pero hoy, inopinadam­ente, el niño ha propuesto una variante:

–Papi, ¿jugamos a que tú eras el coronaviru­s y me pillabas?

Es la primera vez que ha introducid­o este cambio. Una vez el padre ha adoptado la cara terrorífic­a, el niño, riendo, lo incita:

–¡Corona, coronaviru­s, no me pillas! Para que no lo pille se esconde bajo la mesilla de la sala, arrastránd­ose por el suelo. Dice su padre:

–Por el suelo no, que te ensucias las manos y tendrás que volvértela­s a lavar.

–¿Por qué? ¿Es que en el suelo está el coronaviru­s?

–No sólo el coronaviru­s; también hay suciedad.

Al niño le han explicado cien veces –en casa y en la escuela– que son unos virus pequeñísim­os que no se pueden ver sin microscopi­o. Fija los ojos en el suelo, a un palmo, pero no consigue verlos. De forma que vuelven a lavarse las manos y a repetir el juego, hasta que uno de los dos, o los dos al mismo tiempo, se hartan y buscan otro con el que matar el tiempo.

Estos juegos sirven para que los niños dejen aflorar sus miedos y se enfrenten a ellos

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