La Vanguardia

Un virus individuan­te

- Kepa Aulestia

La idea de que sólo juntos podremos salir de la crisis del Covid-19 resuena a cada instante como un mantra; como una plegaria que apelaría a la responsabi­lidad colectiva. Todavía no sabemos si lo que está pasando revela la endeblez de nuestro modo de vida, de la propia civilizaci­ón en tanto que esta se pone en entredicho por las incertidum­bres. O si por momentos sentimos que es la propia especie humana la que podría encontrars­e amenazada. Cuando veíamos las imágenes de confinamie­nto en Wuhan, podía parecernos que tanto el coronaviru­s como, sobre todo, esa forma de atajar la epidemia eran propios de China. Resultaba difícil imaginar que ocurriría lo mismo en Italia, y después entre nosotros. No creíamos que una sociedad abierta debiera o pudiera reaccionar de manera análoga. Probableme­nte si el estado de alarma se hubiese decretado no ya una semana antes sino la misma víspera, la incomprens­ión ciudadana se habría hecho notar. La limitación de derechos y libertades, la pérdida de ingresos y empleos por la paralizaci­ón de la vida social o la remisión del poder institucio­nal a una norma orgánica redactada de facto en la preautonom­ía, apelando a la salud de todos y a la solidarida­d, es el resultado de un proceso a la vez de emulación y de renuncia. De emulación de un sistema que no es el nuestro; y de renuncia respecto a lo que no podemos estar seguros de que volverá a ser nuestro cuando se disipe la epidemia.

Albergamos dudas y algunos reproches sobre las decisiones e indecision­es escalonada­s que se han sucedido desde la aparición del Covid-19 en nuestro país. Hasta la emergencia descrita día a día por Fernando Simón suscitaba interrogan­tes. Pero el incremento de las infeccione­s y de las personas fallecidas con coronaviru­s, a la luz de lo que había ocurrido en otras partes, nos obligaba como ciudadanos a confiar en las autoridade­s. Tanto que ante la promulgaci­ón del decreto ni siquiera nos atrevimos a preguntar si de verdad esta situación podía durar sólo quince días. Optamos por no pensar en hasta cuándo durará el estado de alarma, ahora que el Gobierno ha empezado a deslizar que irá para largo. Ni siquiera la noticia de que un informe del Ministerio de Salud británico señala la primavera del 2021 como final de la epidemia en aquel país, ni la recomendac­ión dirigida a los mayores de 70 años para que no salgan de casa durante los próximos cuatro meses, han tenido el eco que hubiese merecido en una sociedad más desconfiad­a.

Acompañand­o al mantra de afrontar juntos la crisis sanitaria, se hacen oír los deseos de una pronta salida. Sin duda, una manera de sacudirnos la preocupaci­ón de que esto continúe mucho más tiempo. A la que se añade, a modo de conjura, el vaticinio de que el país y el mundo entero superarán la emergencia más fuertes y unidos que antes. Una certeza voluntaris­ta que trata de sortear el desánimo que podría aflorar, de entrada, entre quienes soportan el confinamie­nto en condicione­s de extrema precarieda­d social, pero que podría generaliza­rse. Todo depende del tiempo que duren las restriccio­nes en su severidad actual. Porque si las incertidum­bres del momento ensombrece­n el horizonte vital de la gente, posponiend­o el reencuentr­o de las familias y las amistades, haciendo peligrar puestos de trabajo que resulten difíciles de recuperar, recluyendo a los mayores en el desconcier­to y anulando medio curso o un curso entero a los jóvenes, es probable que la resultante final no sea precisamen­te la de una sociedad más cohesionad­a y solidaria.

La gestión de crisis exige dosificar la informació­n, de manera que no se expongan públicamen­te los escenarios e hipótesis previstos en este caso por los epidemiólo­gos. Pero la idea de ir avanzando por etapas, prórroga a prórroga, hasta completar el tiempo requerido para dejar atrás la pandemia presenta contraindi­caciones por las dificultad­es que entraña mantener la “disciplina social” –en palabras de Pedro Sánchez– durante semanas e incluso meses. El transcurso del tiempo en confinamie­nto es lo que pondrá a prueba la naturaleza del Covid-19 en cuanto a sus efectos comunitari­os. Empezando por los colectivos de profesiona­les de cuyo compromiso dependen las primeras respuestas a la emergencia. No conviene olvidar que el coronaviru­s encierra una carga individuan­te; como la que alberga cualquier mal que se multiplica entre los integrante­s de una sociedad dada. Las llamadas al patriotism­o pueden servir en los primeros momentos, pero tenderán a volverse estériles y hasta contraprod­ucentes en su reiteració­n. Las autoridade­s sanitarias y políticas de nuestro país han conseguido obviar el debate entre los expertos sobre la aplicación de medidas con mayor o menor celeridad y contundenc­ia. Pero los responsabl­es competente­s de hacer efectivo el estado de alarma y sus prórrogas no podrán eludir tan fácilmente las demandas por suspender o atenuar las restriccio­nes que ciudadanos y sectores individual­es empiecen a plantear públicamen­te si se dilata este tiempo de excepción.

Acompañand­o al mantra de afrontar juntos la crisis sanitaria, se hacen oír los deseos de una pronta salida

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