La Vanguardia

Sois unos cracks

- Núria Escur

Atodo el personal sanitario: habría que haceros la ola y que durara hasta Semana Santa. Porque lo que estáis haciendo es impresiona­nte. Profesiona­les de la medicina (y, evidenteme­nte, por extensión, enfermeros y enfermeras, auxiliares, voluntario­s, personal de limpieza, cargos medios y mandados, coordinado­res y asesores telefónico­s, etcétera): sois unos cracks.

El médico que teníamos en casa –entonces se llamaba de cabecera– nos parecía mágico. Su consultori­o era su domicilio, una torrecita en el centro de Santa Coloma. Entrabas en la sala del vestíbulo con sofás de escay verde, te repartían un cartoncito con un número y esperabas tu turno. Todo tenía algo de ritual sagrado (yo me levantaba a corregir los cuadros de la pared que no estaban rectos, no soportaba ver los lienzos torcidos) y al fin se abría la puerta. Aparecía él, orondo, bata blanca, aspecto afable, mejilla grabada.

Dentro, en su despacho, tu madre le contaba todos tus tics y lo que te dolía (por Navidad íbamos a la joyería Pallé a comprarle un pisapapele­s chapado en plata en desagravio de tanta tontería) y él resoplaba más tranquilo que una lechuga. Con sólo verle se te había pasado la mitad de la angustia y la preocupaci­ón.

El recorrido seguía por la salita de rayos X y, finalmente, la mesita donde su esposa –elegante, escultora en su tiempo libre– expendía la receta y acababa de poner bálsamo con la frase: “Això anirà bé!”.

Recetaba Calcibrona­t a toda la familia, botellines reforzante­s en verano, Redoxon naranja, y anda… a casa. Cuando salías de escucharle, en la calle ya no te dolía nada, las palabras casi te habían curado. Esa es la misma sensación que ha vuelto a mí desde la infancia y que estos días recupero cuando oigo por televisión al doctor Trilla o a Fernando Simón, entre otros: calma, respira, obedece y adelante, que vamos a conseguirl­o.

Mientras hacía mi última salida oficial a la calle –compré plátanos y nueces– en un extraño escenario silencioso del Eixample pensé que nunca un gesto tan trivial me había parecido tan litúrgico y que, por supuesto, de aquello nadie era capaz de hacer una columna decente excepto mi adorada Lucia Berlin, a la que recomiendo que recuperéis estos días.

El sábado salimos a nuestros balcones a darles las gracias y cualquier día les dedicamos a cappella una canción, como en Italia, porque deberíamos bendecir mil veces el día en que decidieron su vocación. Vamos a hacerles caso.

Cuando salías de escucharle, ya no te dolía nada, las palabras casi te habían curado

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