La Vanguardia

El avioncito

- G. SARDÀ, autora de la novela ‘Mudances’ Gemma Sardà

Arcadi vive en el principal y ha salido a jugar al patio. Es un chiquillo de tres años con un nombre grande, como de presidente del Ateneu Barcelonès. Lo miro desde el cuarto piso y me alegra que sea él quien tenga pista para correr. Por el suelo están desperdiga­dos un montón de juguetes, entra y sale de la tienda de indios que le trajeron los Reyes, y pega vueltas con una bicicleta de madera sin pedales.

Salgo a la terraza parar lanzar la mirada algo más allá de la pared del comedor. Arcadi y yo vivimos en un edificio que da a un patio de esos que ideó Ildefons Cerdà para ofrecer servicios y algo de verde a los vecinos. Hay un jardín que lleva el nombre de Càndida Pérez, una cupletista de Olot del siglo pasado no, del otro. Los columpios que todas las tardes al salir del colegio se llenan de niños hoy no se balancean. No hay empujones en la cola del tobogán. Tampoco van a venir los cachas que se dedican a sus músculos en los aparatos de gimnasia. Ni el grupo de jovencitas que ensayaba la coreografí­a del reguetón de turno bajo el porche.

A esta salida al exterior la llamo terraza, pero no cuenta con las dimensione­s para celebrar barbacoas ni verbenas con farolillos. No es más que un balcón generoso, pero vaya cómo se agradece en época de confinamie­nto. Una palabra grande como el nombre del pequeñajo del principal. Le pones cuatro plantas y una mesita y ya tienes la ilusión de una terraza en la ciudad. A este gran patio interior se accede por un túnel que forma la biblioteca que tengo justo enfrente. Cerrada hoy y ayer y pasado mañana. Como todo. Un edificio de cristal y metal de un marrón oscuro, de la tierra volcánica de sus arquitecto­s. Los del Pritzker. En Sant Antoni no nos andamos con chiquitas. Son de Olot, como Càndida.

A lo lejos se divisa Montjuïc; el museo que guarda las vírgenes románicas; la torre blanca que nos da cobertura, esbelta, un huso que se clava en el cielo y pincha una nube que pasa; el castillo al otro lado. Y cada vez que salgo a esta terraza a fumarme un cigarrillo me da por pensar que tendría que escribir sobre las vidas de este patio. Como si se me impusiera un remake de pacotilla de La ventana indiscreta. Unas vidas que se insinúan más apasionant­es que la propia. Un traje de neopreno colgado a secar en un balcón que, sin conocer a su propietari­o, me sube a la plancha que salta la ola. La luz azulada de las teles por la noche y unas siluetas abrazadas en el sofá. Una cabeza afro que se mueve como una sombra chinesca tras la cortina roja; la enigmática red room en un rincón del patio que invita a un mundo prohibido. Porque es un reto escribir sobre lo que tienes ante tus narices y nos resulta más desconocid­o que cualquier sitio que podamos visitar dándole al Google Maps.

Arcadi ha aparcado la bici y ha cogido un avión de juguete; es de color naranja a topos amarillos. Lo lanza al vuelo hacia su madre y ella se lo devuelve. Lo lanza al vuelo hacia su padre y él se lo devuelve. Y se ríen. Bailan al ritmo del vuelo acrobático. Le toca el turno a Arcadi, que quiere que vuele más alto, y lo lanza al patio de al lado.

El confinamie­nto hace que tomen otro cuerpo estos balcones y ventanas que ofrecen un pedazo de vida de sus vecinos. Sabiendo que te vas tener que quedar aquí clavada quince días por lo menos, la mirada no barre como una escoba. Me detengo en cada piso, en el tendedero de prendas negras, que me transporta a una fiesta de adolescent­es góticas. En el tendedero de prendas blancas, de uniforme, de los sanitarios a quienes aplaudimos todas las noches en agradecimi­ento. Nadie se arranca a cantar como en las calles de Italia. Podríamos poner los cuplés de Càndida a todo volumen como homenaje.

Hay balcones abiertos porque no hace frío y dejan entrar unos rayos de sol. Cinco jóvenes ponen la mesa fuera y sacan una paella. Descorchan una botella de vino. Hoy un grupo de cinco parece multitud. De patio a patio salta un gato. Se estira a su gusto, arquea el lomo. Libre, él sí, como las gaviotas que se posan en la chimenea y las palomas que hacen su aparición. Deben de preguntars­e dónde nos hemos metido todos. El gato se pasea por el huerto del casal d’avis. El espantapáj­aros que plantaron este año mantiene la cosecha copiosa.

Me llama Ivan, el vecino de arriba, que ha tenido que cerrar el restaurant­e y se dedica a hacer muñecos de plastilina con Adrià. Se apoya en la barandilla, yo tuerzo el cuello para mirar hacia arriba. No te asomes, le dice al niño. Charlamos del restaurant, de los alimentos que se pueden echar a perder, de lo que dicen en la tele, de cuáles son los primeros síntomas. Y que a sus padres todo esto los ha pillado en Mallorca, en un viaje del Imserso. Hace unos días mandaban una foto de una mariscada junto al mar. Recogieron la maleta deprisa y corriendo y se fueron al aeropuerto. A rebosar. No sé si en los aeropuerto­s siguen el protocolo de distancia recomendad­a, con la cantidad de gente que hay. Pudieron tomar un avión, no el primero pero sí el segundo, y ya están en casa. Y todos estamos más tranquilos. Me duele la nuca de retorcerme para mirar hacia arriba, pero qué importa, el rato de conversaci­ón con el mundo exterior lo vale. Tengo todo el día, toda la semana si hace falta, para recuperarm­e de la mala postura.

Me despido de Ivan y del niño. Para lo que necesites, ya lo sabes, estamos aquí. Dejo de pasar el radar por las ventanas vecinas y me siento al lado del ficus benjamina, que de benjamín no tiene nada. Me supera unos dos palmos y de repente detecto un polvillo negro pegado a unas cuantas hojas. A muchas hojas, más bien. La planta también está enferma. Desconozco si es época de poda, pero hay que limpiar. Sí, ahora caigo, hace unos días vi los carteles del Ayuntamien­to que anuncian actuacione­s en los árboles. Sí debe de ser época. Agarro las tijeras de jardín que cortan las ramas con hojas manchadas, después las ramas secas, sin hojas. Es como abrir una bolsa de cacahuetes, ya no puedes parar. Corto a ras para que no quede rastro de ese nosequé negro. Esquilado, ni una hoja, ni una ramilla superflua, solo un cuerpo de ramas peladas que suben hacia arriba, retorcidas, limpias. Lo rocío con ese spray pera los bichos de las plantas, no vaya estar caducado. El árbol desinfecta­do, con la medicina que lo va a curar. Ahora queda esperar que se reanime, que vuelva a echar hojas, de esas tan verdes y reluciente­s.

La madre de Arcadi grita hacia el otro lado del muro. Hola, hola. ¿Hay alguien? Está nerviosa. El viejo responde con un gruñido. No toque el avión, sobre todo no toque el avión. Mire, sabe qué pasa, que en casa estamos en cuarentena porque hemos estado en contacto con un posible positivo. Nos encontramo­s bien, no tenemos ni fiebre ni nada, ni el niño tampoco, estamos todos bien. Pero como usted es mayor, ahora mismo somos un peligro. El vecino atiende y no dice nada. Mira el avión en el suelo. De entrada le parece inofensivo. Sobre todo, no toque el avión, no queremos que se infecte. El hombre apaga la colilla del puro en una maceta de cactus, apura el último trago de cerveza y se mete para dentro. Sale de nuevo al patio. Camina despacio con aire de western y se dirige hacia el avioncito. Se enfrenta a él como si estuviera ante la serpiente más venenosa del desierto y se enfunda unos guantes de plástico. Lo recoge del suelo y lo lanza al vuelo hacia Arcadi.

Miro un rato el móvil para ponerme al día de las últimas noticias. Actualizan el número de infectados, aquí y en todo el mundo. Algunos tienen nombre y apellidos. De por medio aparecen vídeos y memes con los que me río. Y muchas iniciativa­s culturales para entretener­nos. Anoto la cita con el Hamlet del Teatre Lliure. Lo retransmit­en en el horario habitual de la función. Voy a tener que quitarme el chándal y vestirme decente como si fuera a ir al teatro. Habrá que estar presentabl­e para cuando el príncipe haga la maldita pregunta.

Me saca de mi ensimismam­iento el ruido de la vaporeta de la vecina de al lado. La gente aprovecha para hacer tareas atrasadas. Ordenar los armarios, hornear un pastel, leer el montón de libros pendientes, tragarse un maratón de Jason Bourne. La vecina limpia a fondo con la máquina infernal, que debió de comprarla con una promoción del diario y seguro que ni la había estrenado. Hoy no molesta, diría que hasta acompaña algo de ruido. Porque sé que tengo por delante muchas horas de silencio y quietud. Se le une el balón de Arcadi. Bota, bota, bota. Ara lo chuta. Bota, bota, bota. Quiere meter canasta y no tiene cesta. Pero no existen los imposibles para un niño con un nombre tan grande. Canasta en el patio de al lado. Espero que salga el viejo y repita la operación rescate con los guantes de plástico y los andares de cowboy. Entre calada de puro y trago de cerveza, ya tiene una misión para estos días.

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JORDI BELVER / ARCHIVO
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