La Vanguardia

Chet Baker en el Guinardó

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Hay personas que se parecen entre sí y hay personas que son iguales, aunque sean distintas. Me explico. El tipo que se sentaba en el bar de debajo de mi casa no es que se pareciera a Chet Baker, es que era el mismo Chet Baker. Es muy improbable que haya dos tipos que se asemejen tanto, pero es imposible que, además, compartan los ademanes, la mirada turbia y hasta el más distintivo de los atributos humanos: el aura.

Recuerdo que una de las últimas veces que lo vi, cuando regresaba a casa al anochecer, me siguió con esos ojos muertos de la portada de My favourite songs. Una cerveza en una mano y un cigarrillo en los labios. El local, un gallego frecuentad­o por taxistas, estaba lleno de gente, pero él se sentaba solo en un extremo de la barra. Creo que siempre que me crucé con él estaba ahí, con ademán ausente. Nunca hablaba con nadie. Yo lo veía aquí, en un bar del Guinardó, pero él estaba en realidad en San Francisco, en Nueva York o en Amsterdam, matando el tiempo antes de una actuación. O esperando a quien tenía que traerle la pócima para enfrentars­e al público. Estaba en todas partes y en ninguna. El aura lo delataba. Sin ella, habría sido sólo un bebedor de barriada con la cara maltratada de Chet Baker. Pero con ella era el mismísimo genio de la trompeta triste.

Estos encuentros sobrenatur­ales revivieron mi afición por su música. Volví a escuchar sus temas. Descubrí que en mi época de aficionado compulsivo había acumulado hasta siete vinilos de Baker. De todas las etapas. Desde aquellos discos de standards servidos a fuego lento, hasta los últimos, cuando un hilo de voz se asomaba por su boca triturada por matones sin alma. Incluso un día aproveché una escala en Amsterdam para acercarme hasta el hotel Prins Hendrik, donde murió de forma absurda. El edificio era tan tétrico como el bar de mi calle, pensé. El tipo de hotel barato al que iría mi Chet Baker si alguna vez se le perdiera algo en Amsterdam.

El pasado verano, en mi terraza, un amigo periodista que conoce a un promotor de conciertos me contó que éste había cenado con Baker días antes de su muerte, al acabar su actuación en el festival de Barcelona. El promotor le había dicho a mi amigo que vio al artista ilusionado porque iba a grabar un nuevo disco. Él estaba convencido de que Baker resbaló cuando intentaba trepar hasta su habitación en el hotel. En cualquier caso, dijo que era inconcebib­le que la persona con la que había compartido aquella animada velada se suicidara sólo semanas después.

Recuerdo que, tras tomarnos varios vasos de vino, mi amigo y yo pinchamos algunos temas de Baker, que sonaron poderosos en el altavoz de la terraza. Creo que hasta me asomé por si veía salir al tipo del bar, halagado por el homenaje. Pero la calle estaba oscura.

Con el tiempo me olvidé de él. En realidad, de él y de muchas cosas más. Perdí mi trabajo en una editorial y me encerré en casa a escribir y a traducir a destajo, así que ya no pasaba a diario por delante del bar a esa hora en que las almas perdidas buscan y no encuentran el momento de volver a casa. No sé si él siguió ocupando su taburete en el extremo de la barra o si se fue con su aura a otra parte. Yo sí modifiqué horarios y hábitos. Incluso cambié de banda sonora. Abandoné a Chet Baker por músicos menos intensos que no interfería­n tanto en mi trabajo.

Tampoco el bar siguió siendo el mismo. En una de mis escasas salidas, descubrí que una joven pareja oriental había sustituido al dueño de siempre, un hombre canoso de aspecto afable. No era el único cambio: con el antiguo propietari­o se habían ido los taxistas que durante años, a cualquier hora del día, aparcaban en el chaflán. Nunca he vuelto a ver un solo taxi parado ahí. Con los taxistas se fueron los demás clientes. Me entristece ver a los nuevos propietari­os, aún ilusionado­s, sacando brillo a las botellas para no aburrirse. En la terraza, antes llena a todas horas, sólo hay gente la mañana del domingo.

Bien, en realidad, ahora, ni eso, porque el bar, como la calle, como la ciudad, como el país, está cerrado. Yo debo de ser de los pocos que aún trabajan, pero nadie lo sabe, porque no conozco a nadie y nadie me conoce y nadie me ve. Al anochecer, cuando salimos a aplaudir a los sanitarios, lo hago con la luz de la terraza apagada. No es que no quiera que me reconozcan, es que me horroriza que ahora, en estos días extraños, la gente se acostumbre a conocerse los unos a los otros, como si no supieran que los jóvenes de los pueblos vienen a la ciudad para que los vecinos los desconozca­n, como si el hecho de conocernos fuera a salvarnos de algo.

Un sábado noche, creo que el décimo en arresto domiciliar­io, se improvisó una fiesta. Primero aplaudimos a los sanitarios y, al cabo de media hora, como pedían en las redes, a las cajeras de los súper del barrio, que tanto nos sufren y a las que tanto aprecio.

La auténtica celebració­n vino después, aunque yo asistí como espectador emboscado, siempre sin luz. Los vecinos y las vecinas brindaban al aire con copas de champán y de lo que fuera, mirándose de lejos pero, me parecía a mí, sintiéndos­e muy cerca. Yo, desde mi refugio en las tinieblas, espiaba a mi atractiva vecina de la terraza contigua, abrazada siempre a un fornido vecino. Imaginé que era uno de esos tipos que estos días son más felices que el resto porque tienen a su princesa confinada en el castillo, sin posibilida­d de extravío. O tal vez no era eso.

A continuaci­ón hubo actuacione­s en los balcones. En algunos se bailaba, en otros se cantaba. Se ovacionaba­n los vecinos entre ellos como si este fuera el primer festival de sus vidas. Bailé también para mis adentros, pero tenía faena acumulada y volví a mi escritorio, contiguo a la terraza.

Seguí trabajando hasta que en la calle sonó una canción. Era una melodía que se solapaba con un tema de jazz cubano que se reproducía en mi equipo de música. Esos días escuchaba música del Caribe, que me situaba mentalment­e a las puertas de un verano que nos iba a hacer libres. Pero aquel jazz no tenía nada de cubano. Volví a la terraza, con la mente algo confusa. To celebrate this night we found each other, decía la trompeta que hacía saltar en pedazos el cielo de la ciudad. No había duda de que era él, Chet Baker, y el fraseo melancólic­o de Let’s get lost. Pero, ¿en qué versión? ¿Un solo de trompeta? ¿Sin parte vocal? No la conocía. Nunca había dado con algo así en mis búsquedas compulsiva­s.

En realidad, desde el primer momento me había sobrecogid­o la certeza de que aquella trompeta la estaba tocando alguien en un balcón de mi calle. Me negaba a aceptarlo para no defraudarm­e después. Era un fraseo nítido, pero con la vibración mágica del directo. De sus prodigioso­s directos. Me vuelvo a explicar. Hay solos de jazz que se parecen, pero hay otros que son el mismo, aunque broten de trompetas distintas. Y esta era la trompeta de Chet Baker, de mi Chet Baker. Del que nació en Oklahoma o del Chet Baker del barrio, que son el mismo aunque nunca lo hayan sabido. Qué más da.

Si había alguna duda, se disipó cuando el intérprete oculto se adornó en el tramo final del tema, Let’s defrost in a romantic mist, dejándose llevar por las palmas del público. Mientras la manzana entera estallaba en una ovación, yo buscaba, en vano, los ojos muertos del genio del bar.

En tiempo de confinamie­nto, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodista­s y colaborado­res de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción. La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre

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ALBERT AYMAMÍ / ARCHIVO
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