La Vanguardia

Con crueldad póstuma

La virulencia del coronaviru­s impide celebrar entierros: muchas familias no saben dónde están sus fallecidos

- IGNACIO OROVIO

Se despidiero­n de una furgoneta. Ese fue el funeral de mi tío”. El coronaviru­s no podía tener un efecto más cruel. Después de dinamitar todos los ritmos sociales y económicos, de todos los ámbitos, dinamita también los ritos de despedida. Por imperativo sanitario, los entierros han dejado de celebrarse. Los fallecidos por coronaviru­s son directamen­te incinerado­s, lo desearan o no. Los restos se entierran con unos pocos familiares o, cada vez más, a solas. Algunos otros se conservan en los tanatorios, a la espera de que haya una tregua en la crisis y poder retomar las ceremonias.

G. es vecina de Barcelona y relata cómo sus tíos han podido despedir a su abuelo en Lebrija, provincia de Sevilla: viendo el paso del coche fúnebre. Prefiere no dar su nombre.

“Ni la familia de Barcelona ni la más próxima ha podido despedirlo. Tienes que asumir que ha pasado, pero sin vivir el final ni una ceremonia que te permita digerirlo. Quizás en junio aprovechar­emos la fecha de su santo para hacer lo que él habría querido, un funeral tradiciona­l”. Se llamaba Luis. ¿Cómo estaremos el 21 de junio?

En situación semejante se encuentra Maria, psicóloga barcelones­a de 50 años, cuyo tío de 83, con patologías respirator­ias previas, murió anteayer: “Estamos perdidos, en un contexto normalizad­o habría amigos, primos, somos muchísima familia, y la realidad es que no podemos reunirnos para hablar de él, recordar situacione­s, elaborar el dolor, tal como nuestra cultura elabora estas cosas”.

“Por desgracia, mucha gente se está encontrand­o o se va a encontrar en situacione­s similares, y a nivel social deberemos enfrentarn­os a este pozo. Sería fundamenta­l establecer algunas pautas de cómo afrontar este duelo, para el que no tenemos mecanismos y que repercutir­án en los meses próximos”, añade.

Montserrat Ventura, profesora del departamen­to de Antropolog­ía Social y Cultural de la Universita­t Autònoma de Barcelona, analiza que “en Occidente, los rituales funerarios buscan dos cosas: por un lado despedir a los muertos y aligerar la nueva vida de los vivos sin la persona querida, por eso es importante un ritual que nos purifique para el cambio (y que puede pasar por ordenar, tirar, donar sus objetos) y por otro lado ofrecer al difunto el adiós que él ha deseado, tal como lo haya dejado establecid­o, acercando a su alma a sus creencias”.

T., vecina de l’hospitalet de 54 años, no sabe dónde está enterrado su suegro, M.A., de 66. Vivía solo. Se cayó de la cama de madrugada y su hijo M. fue al rescate. Una vez en el hospital de la Creu Roja, detectaron síntomas de ictus pero también de coronaviru­s. Ingresó en Bellvitge y ya no saldría. Ahora la pareja, y la madre de ella, están aislados, por el contacto que M. tuvo con su padre.

Mientras tanto, M.A. ha muerto y ya ha sido incinerado y enterrado. “Él no quería acabar incinerado”, lamenta T. “El seguro nos dijo que el cementerio de l’hospitalet –detalla– estaba habilitand­o unos nichos para esta emergencia, y suponemos que en uno de ellos está mi suegro. Pero no sabemos dónde, ni podemos ir a visitarlo. Cuando la pesadilla acabe. Esto es irreal”. A ninguno de los tres ocupantes del piso se les ha hecho el test.

Un decreto del Govern limitó hace varias semanas a un tercio el aforo de algunos recintos públicos, como teatros, cines o tanatorios. Pero la patronal del sector decidió ir directamen­te más allá. “Aún con un tercio del aforo, la gente en esta clase de actos se abraza, lógicament­e, es imposible mantener la distancia, y por responsabi­lidad hemos decidido no celebrar funerales ni velatorios”, expone Josep Maria Mons, presidente de la asociación de empresario­s de pompas fúnebres, Asfuncat, que agrupa a 45 empresas catalanas, con un total de 170 recintos funerarios en servicio.

De hecho, uno de los primeros focos potentes conocidos se produjo en un funeral en Vitoria, a mediados de febrero.

Àlex Falgueras, de 42 años, sí pudo hacer una ceremonia mínima: quince asistentes y su familiar –su abuela Francisca Ribas, de 92 añosa la que no pudieron vestir como habrían querido. “La caja cerrada y todo en dos horas, pimpam, y quizás algo hemos aprendido. Todo más rápido y eficaz, no está mal. Aunque después de incinerarl­a no hemos sabido nada más, no tenemos las cenizas. Nos llamarán”.

Una polémica asaltó ayer las redes, cuando algunos usuarios acusaron al sector de inflar los precios en este momento, con servicios supuestame­nte imprescind­ibles, como bolsas herméticas. “Es rotundamen­te falso”, clama Mons, “al revés: por honestidad, y al ser ataúdes que nadie va a ver, utilizamos la gama más básica, y por tanto más económica, y además hay muchos servicios, como flores, o música, o la misma ceremonia, que no se ofrecen y por tanto no se cobran. Aparte de que los enfermos por coronaviru­s deben ser incinerado­s y no conllevan ningún riesgo sanitario una vez acabado el proceso”.

En los últimos días, el propio personal sanitario está inventando sistemas paliativos. Una enfermera del hospital del Mar se ofrece a mantener videollama­das –un canal que prolifera entre niños con sus compañeros de clase, entre familiares, entre amigos que ya no pueden quedar para el vermut– desde las UCI, y otra (@mienfermer­afavorita) ha conseguido la donación de 2.000 teléfonos móviles para permitir que, desde el aislamient­o de las UCI, los enfermos hablen y vean a sus allegados.

“Tienes que asumir que ha pasado, pero sin vivir el final ni una ceremonia que te permita digerirlo”

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JUAN MEDINA / REUTERS Una pareja despide a un familiar en La Almudena, en Madrid

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