La Vanguardia

Crónica de los miedos

- Fernando Ónega

La epidemia está dejando imágenes humanas tremendas: cientos, quizá miles de hospitaliz­ados que ven morir a su vecino de cama. Y no son desconocid­os para ellos, para Javier Solana, por ejemplo. Son enfermos de la misma enfermedad, con los mismos síntomas, con parecida gravedad. Son gentes con las que unos minutos antes hablaban y compartían emociones y dolores.

La epidemia ha creado un panorama desolador, con un país dedicado a contar muertos y compararlo­s con el día anterior y esperando una luz que vuelva a señalar, como en otras crisis, la salida del túnel; con otra parte del país llevando la contabilid­ad de los puestos de trabajo en suspensión temporal y con peligro de ser indefinida, mientras la palabra desplome se escribe cada día en las crónicas económicas. Este país, que ya sumó todas las crisis posibles en la anterior recesión, está sumando miedos. Todos los miedos a la puerta de casa.

La epidemia está dejando un pozo de desconfian­za. Se desconfía de todo: de los datos de infectados, que hay quien los eleva al medio millón; de la capacidad gestora del Gobierno, que sufrió la humillació­n de los tests imperfecto­s; de las intencione­s de la oposición, que ejerce su derecho a la discrepanc­ia, pero quizá se pasó de dureza; de la solidez de la coalición gobernante, cuyas grietas no se cierran con buenas intencione­s; del anterior gobierno, a quien se le pasa factura por los recortes en sanidad, mordiendo la placidez de Mariano Rajoy; del Estado mismo, sometido a demasiadas e inquietant­es erosiones.

Y la epidemia, en fin, mueve resortes que oscilan entre el fatalismo y la esperanza, con media humanidad que se pregunta qué pasará después: o cataclismo o regeneraci­ón; o salida airosa o larga crisis con arrastre de principios, creencias e institucio­nes; o país más sólido o país más roto, en vista de que en Catalunya se empieza a hablar de “los muertos de Sánchez”, como si fuesen víctimas de la represión, mártires de la independen­cia. El sedante de la fe le hace decir al papa Francisco al Instagra de Évole: “De esta crisis vamos a salir mejores”.

Sí, todos llevamos estos días un profeta dentro y ciertament­e empiezan a aparecer en el cielo de la gran política signos de cambios surgidos de la ansiedad. Algunos son puras ilusiones, como la de que todos nos volveremos buenos, altruistas, solidarios y generosos o, como escribió ayer aquí Duran Lleida, que hemos cambiado de ídolos sociales y ahora lo son quienes salvan vidas y no quienes juegan al fútbol. ¡Qué idílico paisaje de futuro! ¡Qué mundo más justo va a salir de un minúsculo virus!

Otros signos, como digo, hablan de miedos. Miedo primero, a la aparición de

nuevos populismos que crezcan con el abono de siempre: el de la crisis, el de la explotació­n de los nuevos proletariz­ados por los ajustes de las empresas, el del asomo de quienes prosperaro­n mientras el gran público se arruinaba y volvía a los sótanos del Estado de bienestar, que todo eso se empieza a escribir.

Miedo segundo, un frenazo a la globalizac­ión, que no hace tanto era el gran salto de progreso de la humanidad. Ese principio ya está en cuestión. La aldea global pone bienes y servicios al alcance de los pueblos más distantes, pero también trae virus con la misma y quizá superior rapidez y capacidad de contagio. Este mundo se puede volver a llenar de barreras y de derechos limitados, puede asistir a una explosión del localismo, romántico o no, y de los nacionalis­mos, excluyente­s o no.

Miedo tercero, derivado de lo anterior, ala cortedad de las institucio­nes supranacio­nales. Hacen mucho quienes pueden apagar el fuego con riadas de billetes, como el G-20 o Estados Unidos. Anda a trompicone­s la Unión Europea, que volvió a caer en sus pecados de falta de unidad, ausencia de dirección, crisis de modelo, vuelta a la división entre la Europa del Norte y la del Sur como si volvieran los PIGS, y un ostentoso sálvese quien pueda.

Y miedo cuarto, la santificac­ión del Estado omnipotent­e. Al fin y al cabo, él es quien tiene los recursos; quien paga la asistencia; quien pone guardias y militares a socorrer y ordenar; quien decreta alarmas; quien tiene capacidad de compra, aunque sea tan torpe; quien tiene dinero para comprar la paz social; quien levanta hospitales. Veo venir, sobre todo con una alianza de izquierdas en el poder, una fuerte corriente a favor de fortalecer al Estado en perjuicio de la sociedad civil. Por supuesto, alimentado con su única comida: fuertes impuestos. Siempre en el sagrado nombre de la salud.

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OLIVIER MATTHYS / BLOOMBERG L.P. LIMITED PARTNERSHI­P Material de obra en la sede de la CE
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