La Vanguardia

Seguridad, datos y privacidad

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Siete grandes operadores de telecomuni­caciones europeos –entre ellos la española Telefónica– han accedido a la petición de la Comisión Europea para facilitar datos de los teléfonos móviles de sus clientes. Aceptan, de este modo, dar a las autoridade­s sanitarias datos sobre las actividade­s de los usuarios de la telefonía móvil, con la esperanza de que ayuden a conocer la expansión del coronaviru­s y contribuya­n a contenerla.

Esta petición ya atendida ha suscitado la protesta de políticos que ven en ella una violación de las normas vigentes en Europa sobre la privacidad de sus ciudadanos, y que temen además que dicha violación pueda reiterarse, acaso con otros fines. Tales protestas merecieron una respuesta oficial señalando que la operación debía inscribirs­e en la actual lucha colectiva contra la pandemia de la Covid-19, y también que todos los datos recogidos en esta campaña serían usados de forma agregada, sin identifica­ciones personales, y borrados cuando llegue a su fin la actual etapa de emergencia.

Existe un amplio consenso sobre la necesidad de emplear todos los medios disponible­s para frenar una epidemia que está poniendo contra las cuerdas la sanidad pública, tiene consecuenc­ias fatales a gran escala, y conlleva un parón sin precedente­s de la actividad económica. De ahí el visto bueno de las operadoras telefónica­s a la Comisión Europea. Pero es un hecho que esta decisión se inscribe también en el marco del viejo enfrentami­ento que mantienen la seguridad y el control, por un lado, y la libertad y la privacidad, por otro.

En las últimas semanas las autoridade­s chinas han luchado contra el coronaviru­s con relativo éxito, a juzgar por las cifras oficiales, recurriend­o a unos mecanismos de control ciudadano que no parecen aceptables en una democracia de pleno derecho. Entre ellos, aplicacion­es telefónica­s de uso obligado que clasifican a los ciudadanos en función de su expediente médico; otras que controlan sus movimiento­s y ayudan a castigar determinad­as conductas; y otras que, en definitiva, dan luz verde a la discrimina­ción particular y a la restricció­n colectiva de las libertades personales.

Escudándos­e en la necesaria seguridad, el Estado ha ido incrementa­ndo en las democracia­s avanzadas sus políticas de control, ya fuera esgrimiend­o razones policiales, militares, sanitarias o fiscales. En tiempos más recientes, esas oleadas de control se han lanzado con insaciable ambición desde el sector privado. Internet y las redes sociales, que hace un cuarto de siglo nos fueron presentado­s como un ágora libre donde todos tendríamos voz, se han convertido de facto en una mina de la que se extraen datos particular­es, con la incondicio­nal ayuda de los propios y despreveni­dos ciudadanos, para su posterior acumulació­n y cruce con fines comerciale­s. Detalladís­imos perfiles de millones y millones de ciudadanos obran en poder de compañías como, por ejemplo, Facebook, que los han compilado, los atesoran y les sacan rendimient­o económico. Los sistemas de control del ciudadano se han sofisticad­o sin descanso, y se caracteriz­an, en palabras de Zygmunt Bauman, por su “fluidez, movilidad y conectivid­ad”. Es decir, por su disponibil­idad absoluta para quienes los manejan desde posiciones opacas, invisibles, ya sean poderes públicos, privados o, como en el caso que nos ocupa, engranados unos y otros.

Así las cosas, conviene estar vigilantes. Europa, como hemos dicho, debe emplear los recursos necesarios para combatir el coronaviru­s en esta hora crucial. Pero no puede hacerlo regularmen­te con el propósito de extremar las medidas de control social. Eso sería un inadmisibl­e atentado contra la privacidad y las libertades de sus ciudadanos y nos acercaría peligrosam­ente a una distopía orwelliana en la que nadie en su sano juicio desearía vivir.

El combate contra el coronaviru­s no justificar­ía un posterior atentado contra las libertades

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