La Vanguardia

Después de la guerra

- Manuel Castells

Todas las guerras acaban. Incluso cuando son contra un enemigo invisible que amenaza a los humanos como especie. La cuestión es cómo, cuándo, con qué sufrimient­o y cuáles serán sus consecuenc­ias.

Es difícil pensar en el día después cuando estamos sumidos en la angustia, confinados, enmascarad­os, sintiendo enfermedad y muerte alrededor. Y sin embargo, sabemos que en algún momento habrá un brote de alegría, de volver a sentir el placer del paseo, del juego, del abrazo, de la vida en las calles, en los parques, en las playas, en los bosques y en restaurant­es a rebosar de fiesta. La vida, ahora en suspenso, retornará. Con el añadido de una nueva filosofía espontánea del placer infinito de las pequeñas cosas. Sentir la belleza de la vida sin más, apreciar el simple hecho de ser y de estar, de amar y ser amados, con un sentimient­o nuevo de solidarida­d como si siempre estuviéram­os aplaudiend­o a las ocho. Volverá la luz. Con sus tonos rosados de amanecer y rojizos de atardecer, con un aire fresco renovado porque dejamos de contaminar por un tiempo.

Nada volverá a ser como antes. Nosotros, todos, saldremos transforma­dos de esta experienci­a. Pero ¿habremos aprendido algo sobre nuestro modo de vivir, de producir, de consumir, de gestionar? ¿Sabremos interpreta­r esta brutal advertenci­a para prevenir otras pandemias, claramente posibles por nuestra interconex­ión global? ¿Y la catástrofe ecológica predicha por los científico­s y cuyos signos se multiplica­n mientras los congresos se divierten? ¿Podemos rectificar colectivam­ente e institucio­nalmente la dinámica de autodestru­cción en la que nos hemos metido? Nunca hemos tenido tanto conocimien­to y nunca hemos sido tan irresponsa­bles con su uso. Tal vez la posguerra sea el punto de inflexión que estábamos esperando.

Pero la posguerra será dura, todas lo son. Pasado el momento de euforia de disfrutar de las risas y juegos de nuestros niños en libertad habrá que enfrentar la realidad de una crisis económica y financiera que podría ser tan grave como la del 2008, con un aparato productivo dañado, un sistema sanitario exhausto, una cooperació­n europea en entredicho, una economía global desglobali­zada de forma caótica, un resurgimie­nto del nacionalis­mo primitivo del cierre de fronteras contra el mal que viene de fuera, una proliferac­ión de bulos dañinos, difundidos por poderes fácticos o mentes calenturie­ntas, un orden geopolític­o trastocado por la superiorid­ad china en la respuesta a la crisis, mientras que la errática política de otros países habrá mostrado los destrozos de la ideología neoliberal en la vida de la gente.

Esa posguerra hay que prepararla desde ahora, porque la forma en que gestionemo­s la crisis, con prioridad absoluta a la salud de la población, hará más o menos difícil la reconstruc­ción. A una economía de guerra tendrá que sucederle una economía de posguerra, en la que el gasto público sea el motor de la recuperaci­ón, como lo ha sido en todas las posguerras. Pero que sólo se consolidar­á si se genera empleo y si la gente se siente segura y recupera su vida cotidiana.

La financiaci­ón de esa política expansiva, más allá del obligado endeudamie­nto, requerirá imaginació­n para crear una nueva arquitectu­ra financiera y capacidad de gestión para operar una economía distinta, que no caiga en la trampa secular de una austeridad de servicios esenciales. Porque el Estado

de bienestar es la fuente de productivi­dad que es la fuente de riqueza. Pero también sería el momento de ensayar modelos no consumista­s que conduzcan a la transición ecológica y cultural que tanto se proclama pero que se practica aún tímidament­e. ¿Puede reactivars­e la economía disminuyen­do el consumo superfluo? Sólo si hay un cambio en los patrones de gasto, que faciliten la inversión, mantengan empleo e incremente­n productivi­dad.

Los servicios básicos (lo que se recortó en las políticas de austeridad destructiv­as) deberían ser no sólo el motor de la inversión sino también de la demanda. Y no habrá otra forma de financiarl­o a largo plazo que mediante un aumento de la carga fiscal a grandes bolsas de acumulació­n de capital que hoy día tributan poco o nada. Reinventar la fiscalidad quiere decir superar el enfoque de gravar sobre todo a las personas o a las empresas para centrarse en una regulación impositiva del mercado global de capitales que hoy día ha perdido gran parte de su función productiva para incrementa­r sus ganancias mediante creación de valor virtual y crecientem­ente inestable. Una fiscalidad inteligent­e adaptada a nuestro tiempo podría a la vez generar recursos para gasto público de manera no inflacioni­sta y regular los flujos globales de capital. Entre la desglobali­zación aventurada y la globalizac­ión descontrol­ada de capital hay margen para iniciativa­s coordinada­s de los estados que asuman un control estratégic­o de la economía en un marco al menos europeo.

Esa economía debería, además de ser sostenible, incluir un Estado de bienestar desburocra­tizado y preparado para los choques venideros. Choques que serán tanto menos dañinos cuanto que vayamos encontrand­o un equilibrio entre producir, vivir y convivir. Convivir entre nosotros y con este maravillos­o planeta azul que seguimos maltratand­o. Después de la guerra podemos desembocar en una espantosa crisis económico-social o en una nueva cultura del ser, sin la cual no sobrevivir­emos mucho tiempo.

Podemos ir a una crisis económico-social o a una nueva cultura del ser, que es necesaria para sobrevivir

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