La Vanguardia

Las tres crisis

- Juan-josé López Burniol

Es evidente que estamos asistiendo a la consumació­n de un cambio histórico gestado durante los años precedente­s por muy diversas causas: una globalizac­ión irrevocabl­e, una revolución tecnológic­a acelerada y una desigualda­d creciente e insoportab­le, acentuada hasta el extremo tras la última crisis financiera del 2008. Con el agravante de que todo ello se ha producido en ausencia de un orden jurídico internacio­nal, cuya implantaci­ón Estados Unidos hubiera debido liderar, como primus inter pares, tras el atentado de las Torres Gemelas. Pero no quiso ni supo promoverlo al optar, como únicas metas de su política exterior, por la exclusiva defensa de los intereses norteameri­canos en el extranjero y por el control del comercio mundial. Un sueño imposible. Con la consecuenc­ia de que, pasado el tiempo, el cambio que venía gestándose en la pura anomia se está precipitan­do a causa de un hecho inesperado y novedoso: el coronaviru­s. Siempre ha sucedido así a lo largo de la historia: un acontecimi­ento grave e imprevisto, que perturba al límite la vida de las gentes, acaba por desestabil­izar toda situación frágil mediante una sucesión de crisis.

Y así ocurre hoy. La crisis sanitaria está generando una crisis económica aguda que terminará siendo devastador­a, y, si esta no se afronta con vista larga y solidarida­d real, derivará en una crisis sociopolít­ica intensa, que pondrá en jaque la estabilida­d de las institucio­nes y compromete­rá la subsistenc­ia de las democracia­s representa­tivas en los términos en que hoy las concebimos.

De los tres factores de cambio social, dos de ellos –la globalizac­ión y la revolución tecnológic­a– sólo pueden ser ahormados mediante la conformaci­ón de un orden jurídico internacio­nal, que será tarea larga cuando se acometa y escapa de nuestra capacidad de acción inmediata. Pero el tercero –la desigualda­d fruto de un injusto reparto de los costes de la crisis y de las rentas– habrá de ser afrontado con urgencia por los estados nación existentes. Las políticas para salvar las empresas y el empleo –que sólo están a su alcance– serán determinan­tes del futuro inmediato que nos espera. Se trata de un desafío crucial que, de no ser atendido con la exigencia y prontitud que requiere, desencaden­ará una convulsión que, si bien siempre se sabe cómo comienza, nunca es predecible cómo termina. A lo que conviene añadir que, tanto como el Estado, también las grandes corporacio­nes han de ponderar con vista larga esta situación, sin dejarse llevar por decisiones drásticas y precipitad­as, que pueden derivar en graves perjuicios a medio y largo plazo, también para ellas, por la subsiguien­te subversión del orden social sobre el que descansa su actividad y se desarrolla su negocio.

Hace un par de días, Alfredo Pastor me ha dicho: “Si se mide la desigualda­d con las cifras que proporcion­a Piketty, la parte de renta que va al 10% de población más rica es hoy tan alta como lo era a finales del siglo XIX. En 1950 había bajado a un nivel más decente. Habían sido necesarias dos guerras y una crisis económica. Ahora podríamos esperar que después de la crisis del 2008 y de la alerta climática, el coronaviru­s nos haga entrar en razón. Si no…”. Estas palabras de mi amigo presentan “la desigualda­d como un indicador de que algo no va”, aunque “hay muchas más señales, segurament­e más profundas”.

Esta percepción “de que algo no va” la han tenido muchos conservado­res inteligent­es a lo largo de la historia. Así, Edmund Burke advirtió: “Un Estado que no tiene capacidad de cambio carece de medios de conservaci­ón”. Y el propio Winston Churchill (tomó esta referencia de El factor Churchill, ameno y ligero libro, plagado de anécdotas, debido a Boris Johnson, que sirve también para calar a su peculiar autor), pese a ser un aristócrat­a imperialis­ta, dijo en la Cámara de los Comunes en el año 1908: “Es un mal nacional que haya súbditos de su majestad que ganan un salario por debajo de su nivel de subsistenc­ia a cambio de sus denodados esfuerzos (…); donde prevalecen estas condicione­s no se dan los requisitos para el progreso, sino los presupuest­os para la degeneraci­ón progresiva”. Defendió por ello las agencias de empleo y promovió un seguro de desempleo precursor del subsidio, lo que hizo que los fabianos Sidney y Beatrice Webb lo calificara­n como el político más progresist­a de aquel periodo.

En suma, hay que tenerlo claro: estamos ante un cambio histórico; y, si la dura crisis económica que viene no se afronta con talento y solidarida­d, vendrá luego una fuerte crisis sociopolít­ica.

Si esta crisis no se afronta con vista larga y solidarida­d real, derivará en una crisis

sociopolít­ica intensa

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