La Vanguardia

La pecera

- Sílvia Colomé Autora de ‘La llegenda del Carreró’

Desesperad­os. Parece que se ahoguen. Isis y Osiris abren incesantem­ente la boca. Sus ojos inexpresiv­os no reflejan la angustia del hambriento. Han fregado con esmero todos los rincones del barco naufragado. En vano. Sólo han logrado devorar pintura y algo de plástico insulso e indigesto. Pero nada de comida. Siguen intentándo­lo al borde del abismo, en la superficie. Aire. Aire.

Suele ser ella quien les espolvorea delicadame­nte una generosa ración de escamas sobre el agua. Lluvia de colores. Como un festival Holi. El festín está servido y el empacho les sirve para aguantar los días de ayuno. Lo ideal sería comer a diario, para qué vamos a engañarnos. Pero está demostrado que así también se puede vivir, o sobrevivir. Lo que resulta insostenib­le es la situación actual. Estado de alarma.

Ella es Margot. Aunque ese no es su nombre. Así la prefiere llamar él, Luis. Y ese sí es su nombre. Alto, corpulento, moreno y resolutivo, siempre ha querido evitar posibles coincidenc­ias. Margot. Nombre en clave. Sin pistas de identidad por si algún día le preguntan. ¿Quién es Margot? En realidad, nadie. Aunque no puede dejar de pensar en ella desde hace días.

“Te añoro”. El mensaje de watsap aparece por sorpresa y sin permiso en la pantalla del móvil de ella, Sonia. Interrumpe el canto a cappella que una famosa soprano retransmit­e a diario en stories de Instagram desde el balcón de su casa. Sonríe nerviosa y casi se sonroja. “¿Vamos?”, le responde inmediatam­ente, sin espera. Pasan los segundos. Ella da un pequeño sorbo al cava con el que acompaña la velada musical. Como si estuviera en el Saló dels Miralls del Liceu. Él sigue en línea. Nota que le tiembla la copa. Las burbujas se tambalean. No dice nada. Ella espera. Está acostumbra­da a esperar. La cantante ya ha finalizado la última aria. Mañana más. Los aplausos resuenan en el vecindario. Hoy dedicaba su escueto repertorio a Verdi. La Traviata y Aida. Silencio entre el alboroto. No puede apartar la mirada de la app.

“¡Está escribiend­o!”. Sonia abre los ojos, expectante. Más segundos. Incluso un minuto. El watsap de respuesta tarda. “Sí que escribe”, piensa. Pero al final sólo llegan cuatro palabras. Cuatro justas. “Sabes que no puedo”. Y a continuaci­ón se dibuja en la pantalla una rosa roja. Cogería el emoticono y le arrancaría uno a uno todos los pétalos. ¿Cómo que no puede?

“¿Por qué no puedes?”. Le pregunta sin pensárselo. “Estamos confinados, ya lo sabes”. Ahora la réplica llega rápida. Estamos. Primera persona del plural del presente de indicativo. Y sigue. “No puedo exponer a mi familia”. Mi. Posesivo singular, primera persona. Excluyente. La excluye. “Aunque no aguanto más días al lado de mi mujer y con los niños histéricos”. Ahora no calla. Se acelera. Incluso deja de picar alguna letra. “Pero tienes que entenderlo, ¿y si estás contagiada?”. Nuevo watsap: “Puede que no tengas síntomas y me pegues el coronaviru­s, y yo a mi familia”. “No me lo podría perdonar”. “Lo entiendes, ¿verdad?”. Sí, aunque ha escrito evrda. “Margot…”.

Sonia lanza el móvil encima de la barra de la cocina. Le duele seguir tecleando. Y llora. Lágrimas de decepción, de soledad. Qué daría por un abrazo. Nada más. Un simple abrazo. Hace días que nadie la toca, ni un roce fortuito en el metro. Prohibido aproximars­e. Metro y medio de distancia. Mejor dos. Ni tan siquiera ha podido confinarse. Ella forma parte de los servicios esenciales, lo que incrementa su angustia. Sola y expuesta. Carne fresca para un huésped indeseado. A veces se imagina como una Sigourney Weaver sin pistola. A pecho descubiert­o. Le duelen las manos de tanto lavarlas. Agua. Agua. Se refresca la cara a borbotones y con la lengua saborea la sal de su desolación.

Cierra los ojos y respira hondo. Mejor aún. Se tumba en la cama y coloca su cuerpo en posición de savasana, como si estuviera en clase de yoga. Cómo la echa en falta… La postura del cadáver. Aunque ella se siente viva, muy viva, y muy dolida. Vuelve a cerrar los ojos y observa su respiració­n. Intenta relajarse pero su mente proyecta varias escenas con Luis como actor protagonis­ta. Sí, lo añora más que al yoga. Invita a sus pensamient­os a que se vayan, gentilment­e, como siempre le recuerda Cristina, su profesora. Inspirar por la nariz y espirar por la boca. No hay manera. Son incapaces de desaparece­r y un beso eterno, revivido, llena la pantalla de sus recuerdos. Fin de la película.

El despertado­r suena temprano. Demasiado. Siempre ha creído que es una falta de respeto levantarse antes que el sol. ¡Qué desvergüen­za! También considera que sería mejor permanecer encerrada en su piso. ¿Por qué no puede teletrabaj­ar? Se deja llevar por las obligacion­es. Extremadam­ente responsabl­e. Demasiado obediente. Aunque hoy es el día. Se acabó el piso de la calle París. Por eso se ha levantado tan temprano. “Siempre nos quedará París”, le susurró en el oído cuando le regaló una caja en forma de corazón con un juego de llaves en su interior. Menudo romántico de pacotilla.

Sale de su casa intentando no tocar nada con las manos. Un amigo le había aconsejado que se pusiera guantes quirúrgico­s. Pero no lo tiene claro. ¿Y si todavía contaminan más? El virus podría quedarse impregnado en el látex, o en el neopreno, o en el nitrilo… ¿Qué material sería el indicado? Tampoco tiene mascarilla. Con la bufanda, inconscien­temente, a veces se cubre la boca y la nariz. Acto reflejo. Mimético.

Las pocas personas que se cruza por la calle, la mayoría con perro, muestran sólo la mitad superior de su rostro. Ojos que miran pero que no respiran. Ella no. Empuja con la mano la puerta de la finca regia del Eixample. “Mierda”, espeta para sus adentros cuando se da cuenta. “Me las tendré que lavar bien”. Es de las que canta dos Cumpleaños feliz para que la limpieza dure el tiempo recomendad­o.

El piso huele a él. Sonia aspira para impregnars­e por última vez de su fragancia. Recoge sus cosas. No hay marcha atrás. La cama está por hacer. Así la dejaron el último día. Y así quedará. Hace tanto tiempo… o parece que haga tanto tiempo… ¡Las manos! En el lavabo, junto al espejo, algo falla. ¿Qué hace aquí el bote de comida para peces? ¡Dios! Corre hacia el salón. En la pequeña pecera redonda los restos de Osiris flotan mirando hacia el cielo, desmembrad­o en catorce trozos. No puede evitarlo. Siente asco. Con el colador del té logra retirar los pedazos del cadáver negro. ¡Ecs! Todo a la basura.

Abre la puerta con el codo y con un golpe de cadera. Prácticame­nte no puede ni cerrarla. Ahora sí que no tocará nada. Sus manos están demasiado ocupadas transporta­ndo la pecera con la solitaria Isis dando vueltas. En el metro casi nadie la mira. Unas semanas atrás, su acompañant­e naranja hubiera acaparado la atención de buena parte del vagón. Ahora, los pocos pasajeros parecen ausentes y mantienen entre ellos mucho más que la distancia recomendad­a. Miradas perdidas. No muy lejos, pero lo suficiente, un hombre sí la observa. Sonríe. Es más joven que Luis. Y más atractivo. Sonia no siente vergüenza. Hoy, no. Ni reparos. De su interior parece que emane una fuerza desconocid­a, poderosa. Le devuelve, sin titubear, la mirada descarada. Vaya mirada… Su corazón se acelera y siente calor, mucho calor.

Próxima parada, la suya. Como puede, coloca la pecera entre sus piernas. Hurga dentro del bolso. En seguida encuentra el boli y también un pequeño bloque de post-it. Apunta su teléfono y deja el papel amarillo pegado en su asiento. Por suerte otro pasajero abre la puerta. Cuando sube por las escaleras mecánicas no acaba de creerse lo que ha hecho. Casi no tiene tiempo ni de arrepentir­se. El móvil le vibra en el bolsillo. Impaciente, deja la pecera encima de una máquina de validación de billetes. Un watsap. Anónimo. Todavía. “Dime insensato, pero ni sabiendo que la nota que me has dejado fuese un hervidero de coronaviru­s, hubiera dejado de cogerla. Me llamo Alfonso”. Sus pupilas se dilatan mientras observa a Isis revolotean­do en el agua fresca y renovada. “Yo soy Sonia”.

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