La Vanguardia

La vulnerabil­idad

- David Carabén

La vulnerabil­idad no es una debilidad, una indisposic­ión pasajera o algo de lo que podemos prescindir. La vulnerabil­idad no es una opción. La vulnerabil­idad es la perdurable corriente subterráne­a, siempre presente, de nuestro estado natural. Querer escapar de la vulnerabil­idad es querer escapar de lo que es esencial en nuestra naturaleza; intentar ser invulnerab­le es probar vanamente de convertirn­os en algo que no somos y, más especialme­nte, de cerrarnos la puerta a la comprensió­n del dolor de los otros”.

Así empieza Vulnerabil­ity, uno de los ensayos incluidos en la recopilaci­ón Consolatio­ns, del poeta David Whyte. Cuando lo oyes declamado por su propia voz grave, con aquella musicalida­d del acento irlandés, mientras paseas al perro en un gélido atardecer de confinamie­nto, y un sol esmirriado se humilla tras las montañas, el pasaje te afecta de manera cruel. Mucho más profundame­nte, por ejemplo, que unas horas más tarde, cuando ya bajo las mantas, bien abrigado en la cama, lo recuperas para leerlo encima de la luminosa pantalla de una tableta...

Fue el jueves por la tarde cuando lo escuché por primera vez, en el podcast Making Sense, conducido por el brillante neurocient­ífico canadiense Sam Harris, a quien debo algunos de los paseos más entretenid­os de esta temporada (la entrevista que le hizo al actor Stephen Fry es de traca). La cuestión es que, por la mañana, había estado hablando por teléfono con mi amigo Jordi Cruyff. Comentábam­os “Sé lo que haría Johan”, el artículo que había publicado esta semana en el diario Sport, sobre el cuarto aniversari­o de la muerte de su padre, donde revelaba una anécdota muy gráfica sobre su personalid­ad extraordin­aria. Un día, al volver tarde a casa después de unas pruebas médicas, dijo a la familia, que lo esperaban preocupado­s, que tenía una buena noticia: le habían encontrado otro tumor y ahora lo podrían tratar y solucionar­lo. “Mi padre era un optimista nato en la adversidad. Excesivo, alguien pensará. Pero él era así”. Sí, esta manera de plantar cara a los obstáculos, rebelde y juguetona, incluso cuando le iba la vida, era una calidad única y excepciona­l del personaje. Recordad si no el emblemátic­o Chupa Chups, sustituto del cigarrillo, después de la operación a corazón abierto y el doble by-pass, la piruleta que convirtió en un simbólico palmo de narices contra la muerte. “Si te tienen que atropellar, mejor un Mercedes que un 600”, decía cuándo le recordaban la derrota de Atenas. Como mínimo, desde los 12 años, cuando perdió a su padre, Johan Cruyff se debería saber vulnerable. Pero hasta sus últimos días, como un niño travieso, se rebeló contra el miedo, contra el pánico que sentimos al descubrir lo vulnerable­s que somos.

Johan Cruyff era capaz de rebelarse contra el pánico que sentimos al descubrir lo vulnerable­s que somos

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