La Vanguardia

Las tres hijas del tío Ton

El incomprend­ido viaje al pasado de Antoni A. y sus tres hijas, que dejaron Barcelona en 1917 para escapar del conflicto social y las epidemias

- Ramon Aymerich

Antoni A. era cerrajero de oficio. Vivía en Sant Martí de Provençals, en Barcelona. Tuvo seis hijos y era un carlista combativo en los primeros años del siglo XX. Combativo y sufrido. En las procesione­s de Semana Santa, en el barrio del Clot, él y sus compañeros actuaban como servicio de orden de la parroquia. Los carlistas eran cuatro gatos, y los militantes anarquista­s dispuestos a reventar la procesión, muchos más. Era un combate desigual en el que Antoni A. tenía siempre las de perder y volvía a casa magullado.

La vida de Antoni A., el Ton Manyà ,no fue cómoda. Dos de sus hijos murieron nada más nacer. El tercero, Joan, el más querido y que acompañaba al padre en las manifestac­iones, murió en la adolescenc­ia víctima del tifus. La epidemia de fiebre tifoidea de 1914 fue especialme­nte virulenta en la ciudad y se calcula que dejó 2.000 muertos. Tres años más tarde, falleció su mujer, muy probableme­nte de gripe, aunque ese extremo no ha quedado recogido en la crónica familiar. Sólo recuerdan que murió de un resfriado que se complicó. Ton se quedó solo con tres hijas de menos de diez años. En una ciudad que veía como el nido del pecado, en un entorno social y laboral explosivo y con unas condicione­s de vida insalubres.

Ese día, Ton tomó la decisión de abandonar Barcelona con sus tres hijas. Se fue a un pequeño pueblo del Bages que había sido próspero hasta que llegó la filoxera y arrasó todos los viñedos. Ton dio un salto al pasado, del siglo XX a un entorno preindustr­ial y alejado de la civilizaci­ón en el que pensó que podía criar a las hijas en la recta observanci­a del catolicism­o, alimentarl­as con decencia y mantenerla­s alejadas de las plagas que azotaban la urbe. “Llegamos con el corazón encogido, era un lugar pequeño y horrible, en las casas todo era oscuridad, no había cines, no había salas de baile, no había nada” recordó más tarde la mediana de las hijas, Matilde. Tardaron muchos años en perdonarlo.

La decisión de Ton Manyà era incomprens­ible cuando la contaban en la sobremesa de las reuniones familiares en la década de los sesenta. Decían que había sido un buen hombre, un tipo que amaba a las hijas. Pero también un hombre solo, un tipo excéntrico, alguien dispuesto a dejar que le abrieran la cabeza cada vez que llegaba Semana Santa.

Nadie relacionó la huida de Barcelona con la devastador­a epidemia de gripe que se propagó en la ciudad. Sólo en 1918 mató a 22.000 personas (para una ciudad de 640.000 habitantes). No lo relacionab­an porque no hay constancia de que fuera así. Y porque en los años sesenta, cuando después de décadas de desastres y escasez había entrado algo de alegría en la vida de la familia, nadie recordaba, o quería recordar, lo duros que habían sido aquellos años. En la salud de las personas, los virus habían dejado de verse como amenaza. La neumonía, la tuberculos­is y las enfermedad­es gastrointe­stinales habían cedido el paso a las enfermedad­es del corazón y al cáncer como principale­s factores de mortalidad.

Los virus han vuelto. Un siglo después. Siempre estuvieron ahí, pero no en la dimensión de la Covid-19. El impacto es tan enorme que excede la comprensió­n convencion­al. En lo económico, todos los indicadore­s están en caída libre. En tres semanas han retrocedid­o lo que tardaron tres años en caer durante la Gran Depresión de 1929 (Nouriel Roubini). En lo político, la pandemia ha conferido a los gobiernos la responsabi­lidad absoluta sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. La política, hoy más que nunca, revela su verdadera cara: poder y orden (David Runciman). Ellos deciden y nosotros estamos en casa.

En lo social, el confinamie­nto agudiza la paradoja entre un universo hipertecni­ficado, conectado todavía, y un mundo físico que se paraliza. Uno entra en Netflix y constata que la imagen ha perdido calidad en lo que parece un regreso a los tiempos en los que la televisión se veía a rayas y había que atizarle al aparato para arreglarlo. Después se pone la máscara y los guantes, sale a comprar y descubre que empiezan a faltar algunos productos. Un jabalí se pasea por la confluenci­a de la Diagonal con Tuset y las redes sociales celebran la victoria del animal sobre el parque motorizado.

La coincidenc­ia entre la pandemia y la crisis climática aumenta la percepción de cambio histórico, de final de un sistema frágil y agotado. El momento es peligroso y propicio a la circulació­n de toda clase de distopías. La más inquietant­e, por verosímil, la firma esta semana el economista Branko Milanovic en Foreign Affairs. Según

De seis a doce meses es el tiempo de que disponen los gobiernos para evitar el colapso social

explica, el miedo puede llevar a la ruptura de la globalizac­ión y la vuelta a la “economía natural”, a la autosufici­encia. Advierte que si los gobiernos son incapaces de resolver la crisis en un plazo razonable (que él sitúa entre seis y doce meses), el mundo que vendrá será un mundo disgregado, similar al que conoció Europa después de la desintegra­ción del imperio romano de Occidente. Es decir, la eclosión de reinos en los que priman la seguridad, la voluntad de autosufici­encia y el comercio a pequeña escala. El mundo de antes. De mucho antes.

Tenemos entre seis y doce meses para recomponer las piezas. Para volver a poner el mundo en marcha. Para que los gobiernos se olviden un buen tiempo de los déficits y las grandes cifras y pongan el foco en las personas, en conseguir que el máximo de gente salga de esta crisis con empleo y acceso a la sanidad. Que no vean su dignidad pisoteada. Si esto no fuera así, estaríamos a punto de repetir colectivam­ente el mismo viaje que Ton Manyà y sus tres hijas protagoniz­aron hace un siglo. Esperemos que el tiempo no le dé la razón al cerrajero.

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MUSEU NACIONAL D’ART DE CATALUNYA La galeria de Feliu Elias, cuadro de 1924
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