La Vanguardia

Vencer al virus: ¿perder las elecciones?

Un desastre profundo que se prolonga en el tiempo suele desgastar de manera irreparabl­e a cualquier gobierno

- CARLES CASTRO

Un sujeto de gustos extravagan­tes compra un animal exótico en un lejano mercado asiático para comérselo estofado y provoca una pandemia de magnitudes terrorífic­as. Eso se llama azar, pero también falta de control de las administra­ciones públicas. Y esos son también los principale­s motivos a que atribuyen los españoles una gran catástrofe como la de la Covid-19. Los ciudadanos suelen efectuar diagnóstic­os bastante perspicace­s sobre el origen de los desastres. Al menos, mientras no pierdan la paciencia, lo que ocurre cuando la catástrofe se materializ­a de forma descontrol­ada o se prolonga en el tiempo sin que se vislumbre el final del túnel.

A partir de ahí, ganan terreno dos explicacio­nes que inicialmen­te registraba­n un apoyo desigual y que van ligadas, por un lado, al fatalismo y, por otro, a la búsqueda de un culpable. Es decir, emerge el contingent­e de aquellos que achacan el desastre a “la voluntad divina o al destino” y se dispara el de los que culpan al gobierno de turno de la tragedia: falta de previsión y de medios, ineficacia o mala fe. Y cuando eso sucede, ni siquiera la verdad o la victoria final actúan como un eficaz antídoto que permita recuperar el apoyo y la credibilid­ad. El tiempo juega en contra del poder, y en el caso de la Covid-19, el impacto económico puede prolongars­e durante años.

La derrota electoral de Winston Churchill en 1945 es el ejemplo más claro del precio que puede suponer una sufrida victoria sobre la adversidad. El primer ministro británico perdió las elecciones en 1945 porque en las democracia­s la opinión pública tiene una paciencia limitada ante las malas noticias y él probableme­nte ya había perdido el apoyo de la ciudadanía en 1942, antes de que llegaran los norteameri­canos en su auxilio. Los laboristas, que estaban integrados en el gobierno de unidad nacional, no padecieron el desgaste de la guerra. Eso estaba reservado al primer ministro. Él era la imagen de la victoria, pero también del sufrimient­o.

En cambio, la invasión de las Malvinas salvó a Margaret Thatcher de una derrota segura en las elecciones de 1983 (subió 10 puntos en intención de voto en menos de un mes). Pero, claro, fue una guerra corta y victoriosa. Por supuesto, la capacidad de liderazgo explicaría también el despegue de Thatcher en 1982, con su popularida­d por los suelos a causa de sus recetas neoliberal­es, que amenazaban con agravar la doliente situación de la economía británica. Por ello, su determinac­ión victoriosa frente a la invasión argentina de las Malvinas logró el apoyo de ocho de cada diez británicos y le permitió aplastar a los laboristas con un margen de 15 puntos en los comicios de 1983.

Del mismo modo, y frente a un suceso de caracterís­ticas tan distintas como las catastrófi­cas inundacion­es que asolaron Alemania en plena campaña electoral del 2002, el liderazgo del canciller Gerard Schröder –que se calzó unas botas de goma y supervisó en persona las labores de rescate– provocó un cambio espectacul­ar en la opinión pública, y el SPD ganó (al menos en escaños) unas elecciones que tenía perdidas de antemano. Y ello a pesar de que hubo momentos en que las autoridade­s y los medios disponible­s parecían literalmen­te desbordado­s.

Los ejemplos, por tanto, son muchos y variados. George W. Bush duplicó su popularida­d después del ataque terrorista a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre del 2001, y derrotó con claridad al candidato demócrata en las presidenci­ales del 2004, tras la invasión de Irak en el 2003. Pero Bush venció cuando la ocupación todavía no se había empantanad­o en el enorme desastre civil y militar que acabó provocando. Y además, el resultado no siempre es el mismo. La fulminante reconquist­a del islote de Perejil en el 2002 no supuso ni un solo voto para el presidente José María Aznar, que acabó hundiendo al PP en los comicios del 2004 con su gestión de los atentados del 11-M.

¿Cuál será el coste electoral de la epidemia de la Covid-19 para el Gobierno de Pedro Sánchez? Los sondeos ya están midiendo el grado del desgaste. Pero las encuestas realizadas en un momento de convulsión nunca sirven para unas elecciones que previsible­mente se celebrarán muchos meses o años después. La única ventaja de Sánchez y su Gobierno, si resiste, es que quedan más de tres años de legislatur­a para remontar. ¿Se habrán recuperado para entonces las heridas políticas, sociales y económicas que deje el coronaviru­s? Esa es la clave.

La derrota electoral de Churchill refleja el precio que se paga por una sufrida victoria sobre la adversidad

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