Unidad global ante la Covid-19
China reportó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) el primer caso de la Covid-19, entonces todavía sin nombre, a finales del 2019. Tras la explosión de esta enfermedad en aquel país, la OMS definió el coronavirus como una pandemia el 11 de marzo, hace ahora dos semanas y media. Es decir, como una epidemia que se expandía por varios países de manera simultánea. No erró en su definición. Actualmente, se han reconocido casos en más de 180 países de los 195 que admite la Organización de las Naciones Unidas. El resto de las cifras oficiales relacionadas con la enfermedad no son menos impresionantes: cerca de 600.000 casos diagnosticados, más de 25.000 muertos y alrededor de 130.000 enfermos ya recuperados.
En España –cuarto país del mundo por casos confirmados, tras Estados Unidos, China e Italia–, hemos oído recientemente sucesivos mensajes de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, sobre la imperiosa necesidad de combatir unidos la enfermedad. Lo cual es relativamente fácil, ya que el decreto del estado de alarma fijó un mando sanitario unificado, aun a pesar de las reticencias que esta medida suscitó, por ejemplo, en Catalunya.
Pero si a escala española es preciso combatir al alimón, y si lo es también hacerlo a escala europea (con un resultado que ha sido hasta ahora muy decepcionante), más lo es hacerlo a escala mundial. Por una razón obvia: estamos, como certificó la OMS, ante una pandemia que avanza, con mayor o menor intensidad, en prácticamente todos los países del mundo.
Esta sintonía operativa global ha sido hasta hoy poco menos que una quimera. La OMS ha divulgado directrices y consejos. Pero las respuestas nacionales han sido de diversa celeridad y contundencia y, claro, han surtido efectos dispares.
Estados Unidos y China, las dos grandes potencias, han exhibido hasta ahora poca disposición a aliarse ante este desafío.
Es verdad que ambos colosos están enfrentados en una guerra comercial, y enfrascados a más largo plazo en una pugna por la primacía global. Acaso por ello, sus primeras relaciones ante el coronavirus no han podido ser más descorazonadoras. Fuentes norteamericanas, incluido el presidente Trump, se han referido a la enfermedad como “el virus chino”, y fuentes chinas han presentado el coronavirus como una creación de Estados Unidos. Los inicios han sido, pues, poco alentadores.
El pasado viernes, en cambio, el presidente chino, Xi Jinping, telefoneó al norteamericano, Donald Trump, y le invitó a “la unidad ante la crisis”, como base de una “respuesta colectiva de la comunidad internacional”. La reacción del presidente de EE.UU. (país al que le hacen falta los tests de detección que produce China) fue positiva. ¿Estamos, pues, ante un cambio de tendencia que permitirá sumar esfuerzos científicos y acelerar la investigación para hallar una vacuna con la que contener el virus y relanzar la actividad global?
Se hace difícil responder afirmativamente a esta pregunta. Al poco de que Xi y Trump conversaran, el Congreso norteamericano aprobó una ley para ampliar el apoyo a Taiwán, la isla cuyo territorio reclama Pekín. Además, la coherencia de Trump, que suele decir blanco en un tuit y negro en el siguiente, es escasa. Y, pese a todo, esa unión de esfuerzos sería más que pertinente. Ayudaría a controlar los focos ahora desbocados y a prevenir rebrotes, reduciría el ya muy elevado número de víctimas y permitiría una recuperación económica más veloz, algo que conviene a todos los países por igual, empezando por sus mandatarios. A Trump, porque está en año electoral y su lema “Hagamos que América vuelva a ser grande” hace agua después de que el coronavirus dejara sin empleo a 3,3 millones de personas en pocos días. Y a Xi, porque no le conviene que China, que lleva tres decenios creciendo holgadamente por encima del 6% –con picos del 14%–, se quede este año por debajo del 5%.
EE.UU. y China se han emplazado para una colaboración necesaria y, hasta la fecha, muy escasa