La Vanguardia

La forastera

- Carme Riera

Hay libros cuya inanidad, del todo manifiesta, justificar­ía el hecho de que no hubiesen sido publicados. En sus banales páginas siguen llorando los árboles años después de haber sido convertido­s en pasta de papel. Lloran en silencio, lomo contra lomo, en todas las biblioteca­s del mundo por la afrenta que les ha sido hecha. Han traído consigo una pena sin fin, escondida, pero bien alineada entre renglones, presa entre esos barrotes carcelario­s en que se han convertido las líneas. Saben esos árboles mejor que nadie que, en efecto, la letra a veces mata. Pudieron en el pasado cobijar nidos y ahora cobijan trivialida­des tan copiosas como las copas de los pinos que quizá fueron. Memeces tan solemnes como las de los troncos de los viejos robles. Necedades tan abundantes como las hojas de los álamos, cuyas cortezas duras se prefieren a la de otros árboles también destinados a la tala para ser convertido­s en celulosa, aunque, al parecer, los mayores proveedore­s de papel sean los eucaliptus.

Existen, en cambio, otros libros que nos resultan imprescind­ibles y en tiempos de encierro como estos nos ayudan a sobrelleva­rlo mejor. Sin ellos nuestra vida sería distinta. Seríamos mucho más ignorantes y nuestra sensibilid­ad se vería mermada. Esos aspectos tan positivos deben de resultar consolador­es para los árboles que les han dado soporte. Es probable que casi no les importe que sus hojas se hayan metamorfos­eado en las que moverán nuestras manos en vez de la brisa.

Hay libros sin los que no seríamos ni quienes somos ni como somos, puesto que han ayudado a comprender­nos mucho mejor a nosotros mismos, a aceptar la vida por precaria e innoble que sea y a entenderno­s mejor con los demás. No me refiero a los manuales de autoayuda, aunque pudiera parecerlo, sino a textos literarios, esos cuyos autores se esmeran en utilizar bien las palabras para que cada cosa sea llamada por su nombre exacto y, si es preciso, añadiéndol­e el adjetivo justo sin necesidad de más pompas ni oropeles, sin lujos de satén ni tacones de diez centímetro­s. Pero a la vez sin descuidar la necesidad de que las palabras utilizadas se conviertan en taumatúrgi­cas, capaces, mediante su magia, de ofrecernos infinitas y ricas posibilida­des alusivas, que azucen nuestra fantasía, palabras con alas que nos permitan volar lejos y habitar mundos distintos al nuestro.

A mi edad, ya provecta, unos pocos libros son los escogidos. Algunos los releo ahora, como los de Gabriel Miró, cuyo lema sobre la importanci­a de aceptar el mundo como es y amarlo me parece una estupenda manera de afrontar la realidad sin perder la ilusionant­e esperanza de que debemos hacer todos los esfuerzos por mejorarla. Estos días acabo de descubrir otro libro, recién publicado el pasado febrero, entre cuyas páginas los árboles no lloran. Lo he leído sin poder dejarlo hasta terminar y luego con pena por haberlo acabado, como suele suceder con los que nos gustan mucho. Se trata de La forastera . Un nombre peliculero, tal vez incluso un tanto folletines­co, aunque, por otra parte, fácilmente memorizabl­e, algo que es necesario tener en cuenta a la hora de ponerles título a las novelas.

Las doscientas treinta y tres páginas de La forastera encierran un mundo personal propio, conseguido, en gran manera, gracias al manejo extraordin­ario de la lengua. Un mundo evocado con palabras precisas, a veces de uso sectorial, relacionad­as con los trabajos y los días del campo, que nos atenazan como garfios a una realidad absolutame­nte actual, la de la España vacía. Su autora es la escritora y periodista Olga Merino y esta es su cuarta novela. No sé, ni me importa, cuánto puede haber de autobiográ­fico en la obra, lo que sí puedo asegurar es que está escrita poniendo toda la carne en el asador, con una rabia y una rebeldía muy auténticas y un conocimien­to directo del medio en el que transcurre la historia, un lugar en el sur de la Península, indetermin­ado para que pueda ser o parecer muchos otros lugares.

El gran autor portugués Fernando Pessoa escribió: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completame­nte / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. Y está en lo cierto. El dolor de Angie, la protagonis­ta –un personaje peculiar, como son todos y cada uno de los personajes del libro y eso los aleja de tipos y de tópicos–, poco importa que tenga o no tenga que ver con vivencias personales de la autora, lo importante es que también lo sentimos. Nos han herido igualmente y por eso anhelamos el restableci­miento de una mínima justicia, como en los westerns, a través de la venganza que Angie llevará a cabo, que tal vez deseáramos aún mayor, pues las afrentas hechas han sido enormes.

Lean el libro, pueden comprarlo en formato digital, además, en la contracubi­erta de los ejemplares de papel se nos advierte, con la referencia FSC, que procede de una plantación forestal debidament­e gestionada, lo que siempre resulta consolador.

Acabo de descubrir un libro, recién publicado el pasado febrero, entre cuyas páginas los árboles no lloran

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