Principio de incertidumbre
El mundo de Sesay tenía límites definidos por una cinta blanca y roja. Unos días antes, las autoridades de Moyamba, una ciudad del este de Sierra Leona, temerosas de que la familia pudiera estar infectada de ébola, habían atado una cinta de plástico a una farola, luego a dos árboles y finalmente a un arbusto para aislar a Sesay y los suyos. Prohibido salir. Sesay vivía en una chabola de madera con sus dos esposas y sus nueve hijos y se pasaban el día en el pequeño patio de tierra frente a la casucha. Durante 21 días debían vivir encerrados, a expensas de la caridad de los vecinos, que no era tanta. Recibían más miradas culpabilizadoras por, quizás, haber llevado el virus al barrio, que cacerolas llenas de arroz con espinacas.
Cada mañana, a Sesay le despertaba la amenaza del hambre. ¿Ese día tendrían algo que comer? Si ningún vecino les llevaba nada, ¿debería traspasar la cinta? Si lo hacia, ¿cómo reaccionarían los demás? ¿Correría peligro su vida? Aquella duda, decía, era peor que saber si habían contraído la enfermedad.
Sesay se hacía cruces de cómo había cambiado su mundo en apenas unos días.
–Yo trabajaba, todos comíamos. Ya nada será igual.
Estas semanas de confinamiento, varios futbolistas profesionales, entre ellos varios jugadores del primer equipo del FC Barcelona, han compartido en las redes vídeos de cómo pasan los días de encierro en sus mansiones. A menudo aparecen en habitaciones del tamaño de un campo de futbito, en jardines con piscina o frente a televisores del tamaño de una catedral. Los clubs discuten además si los futbolistas deberían recortarse sus salarios millonarios o acogerse a unos ERTE por el parón en las competiciones. Tanto las imágenes como las negociaciones adquieren estos días un tinte lejano, casi superfluo, como si la realidad estuviera muy por encima de esos niños ricos ajenos a cualquier incertidumbre real.
En Sierra Leona, Sesay estaba aterrado porque tenía una duda. –¿Debería traspasar la cinta?
Y una sola certeza.
–Ya nada será igual.
En El adversario, Emmanuel Carrère narra el impacto que produce en una familia de clase media alta de Ginebra enterarse de que un amigo ha cometido un crimen terrible y ha asesinado a su mujer y sus hijos. “Los Ladmiral –escribió– vivían como personas que han estado a punto de perecer en un terremoto y ya no pueden dar un paso sin aprensión. Se dice ‘la tierra firme’, pero sabemos que es una ilusión. Nada es ya firme ni fiable. Les costó mucho tiempo poder confiar de nuevo en alguien”.
El coronavirus ha sido nuestro terremoto global y nuestra única certeza: ya nada será igual. A partir de ahora, admirar quizás cuesta todavía más.
Aparecen jugadores en habitaciones del tamaño de un campo de futbito, en jardines o frente a televisores grandes como una catedral