Recluidos en altura
Atrapados en un campo de altura, todos los días son iguales, pero hay un objetivo, la cima, cuando amaine la
tormenta
Los montañeros se enfrentan no pocas veces a situaciones comparables a encierros, reclusiones en los campamentos base o en campos de altura por el mal tiempo. Atrapados varios días a 5.000 o 7.000 metros dentro de una tienda, saliendo sólo para sacar la nieve que se acumula y para atender sus necesidades fisiológicas, aprenden a resignarse, a ser pacientes. Tres alpinistas, Araceli Segarra, Marc Toralles y Ferran Latorre, reflexionan sobre los paralelismos entre el confinamiento voluntario en la montaña y el impuesto en casa por la Covid-19.
“En el Everest o en el Nanga Parbat, en cualquier ochomil, cuando ya estás aclimatado y preparado para el ataque a la cima todos los días son iguales, esperas una, dos semanas, a que se den las condiciones, y acusas la incertidumbre. Ahora pasa un poco lo mismo, no sabes cuándo podrás salir a la calle, y también tienes la sensación de estar en una prisión”, contesta Latorre por teléfono desde Sant Julià de Vilatorta. Pero, además de coincidencias, hay grandes diferencias entre ambos escenarios. En el Himalaya se persigue un objetivo, coronar una montaña, que de conseguirlo te dará una gran satisfacción, una dosis de felicidad. En Sant Julià, como en Milán o Nueva York, “no hay una sensación de día D, de día de cumbre, lo que si tienes es una gran preocupación por cómo acaba todo, cómo afecta a nuestros padres, cómo lo superará el mundo y cómo saldremos económicamente de esta crisis”, añade Latorre, cuyo trabajo como guía de montaña y conferenciante se ha visto abruptamente paralizado, igual que les ha sucedido a sus compañeros.
Haberse enfrentado durante una semana y media a una continua nevada, en el campo base del Manaslu, en Nepal, yendo del saco de dormir a la tienda-comedor, mina la moral pero curte. Latorre recuerda otras experiencias que inevitablemente le han llevado a preguntarse: “¿Pero qué hago aquí?”. “En 1995, con el malogrado Manuel de la Matta –relata–, subimos para aclimatar hasta el collado norte del Everest, por la vertiente tibetana, a 7.000 metros. Estuvimos cuatro días dentro de la tienda, minúscula, apretujados, con poca comida, sólo salíamos con la pala para sacar la nieve”.
Sus 33 expediciones al Himalaya dan para muchas historias, igual que las 20 de Araceli Segarra, que prefiere ver el vaso medio lleno ante la situación que vivimos. “Soy positiva. Si me preguntas dónde estoy mejor, sin duda responderé que aquí, y no sólo por las comodidades. Mi mente me lleva a pensar en los refugiados de Grecia. Nosotros tenemos hospitales, alimentos y techo; abro la ventana y veo las montañas, además aprovecho para hacer cosas diferentes”, comenta desde su casa en la Cerdanya.
Segarra quiere marcar las diferencias entre la dureza y las penurias a las que se enfrentan los alpinistas con un modesto presupuesto al confort que disfrutan los integrantes de una expedición co