La Vanguardia

El péndulo de 1977

- Enric Juliana

por el estado de alarma: “Sería malo que alguien quiera unos grandes pactos y, en el fondo, sea un cheque en blanco para seguir haciendo y deshaciend­o desde un mando único que no consideram­os lo más oportuno”.

Santiago Abascal se borraba ayer por la mañana de la lista: el líder de Vox no quiere dar un respiro al Gobierno y ha optado por una estrategia de enfrentami­ento absoluto. Abascal se negó el sábado a atender la llamada del presidente. Ni siquiera apoyará la prórroga del estado de alarma en el pleno del Congreso que se celebrará el jueves y mucho menos se sentará en una mesa de diálogo. A Vox lo único que le contentarí­a es que el Gobierno “dimitiese en bloque, con Sánchez y Pablo Iglesias a la cabeza”. La formación de ultraderec­ha sacará toda la artillería contra el Ejecutivo con una batería de querellas contra la gestión gubernamen­tal de la crisis sanitaria.

Por el contrario, Inés Arrimadas sí ve con buenos ojos la idea de Sánchez. A la líder de Ciudadanos le gusta la música de los nuevos pactos de la Moncloa y está más que dispuesta a hablar, pero eso sí, le pide al presidente que empiece a predicar con el ejemplo y que consensúe con la oposición las medidas sanitarias y económicas para atajar la crisis. También reclama a Sánchez que llame primero “a los partidos con sentido de Estado”, lo que, según su doctrina, supone dejar en segundo plano a una parte del Gobierno, Unidas Podemos, y a los socios independen­tistas de la investidur­a.

Entre estos, el Govern de la Generalita­t, por boca de la consellera de Presidènci­a, Meritxell Budó, señalaba ayer que si la oferta consiste en “unos pactos para relanzar la economía y se quiere hacer con lealtad, cooperació­n y de manera concertada con Catalunya, lo estudiarem­os”. Pero si se trata de “una propuesta con la finalidad de recentrali­zar aún más el Estado, obviamente nosotros no estaremos, a nosotros no nos encontrará­n”, dijo. ERC, por su parte, considera que la salida a esta crisis sólo puede ser social, y “esto es absolutame­nte incompatib­le con la gran coalición que algunos desean” y que, malician los republican­os, está detrás de la oferta. La CUP y EH Bildu opinan de forma similar: si la estrategia no se basa en anteponer los derechos sociales a los financiero­s, no participar­án. Y la izquierda abertzale teme también que la píldora en el interior del pastel sea una recentrali­zación política.

Espadas en alto y ceños fruncidos, pues. Desconfian­za expectante de los partidos. Menos uno.

Pactos de la Moncloa. Este es el nuevo marco mental de la política española. Los recelos ante la propuesta no hacen otra cosa que reforzar la idea, apoyada por un 92% de la sociedad, según Metroscopi­a. Las negativas de hoy pueden ser las negociacio­nes de mañana. No hay fotos fijas en el cataclismo que nos ha tocado vivir. La cuestión es otra: difícilmen­te habrá pacto en España si no hay pacto en Europa.

Se están mitificand­o los pactos de la Moncloa, advierten algunas voces. Más que mitificado, el momento 1977 ha sido endulzado, durante años, por el relato oficialist­a de la transición, según el cual el paso de la dictadura a la democracia habría sido una obra cuasi milagrosa, guiada sabiamente desde “arriba”, con más armonía que conflicto. Ese relato almibarado murió con la pavorosa crisis financiera del 2008, favorecien­do una narración alternativ­a, según la cual la transición habría sido una monumental bajada de pantalones de las fuerzas democrátic­as. La ley del péndulo. Quizá con el shock de la Covid-19 llegue la síntesis hegeliana.

Los pactos de la Moncloa fueron un acto heroico de los trabajador­es españoles, que se bajaron el sueldo para salvar la democracia. Con mucha honestidad, José Luis Leal y Ramón Tamames, hombres clave en la plasmación programáti­ca del acuerdo, reconocían ayer en La Vanguardia el coraje cívico de Comisiones Obreras en aquel momento.

Sí, Adolfo Suárez fue audaz. El éxito de los pactos de la Moncloa –al cabo de un año, la inflación ya había bajado del 30% al 19%– le permitió capitaliza­r el consenso de la Constituci­ón y ganar con holgura las segundas elecciones generales (marzo del 1979). Suárez se transfigur­ó entonces. El ex secretario general del Movimiento creyó que podía emancipars­e de los poderes fácticos y convertirs­e en un líder de centroizqu­ierda de larga duración, para mayor desgracia de Felipe González, que aguardaba su desgaste. Retrasó el ingreso de España en la OTAN, abrazó a Yasir Arafat y sembró España de autonomías, ante la estupefacc­ión de los generales franquista­s. Un personaje complejo, Suárez, canonizado por sus adversario­s el día que perdió la memoria, no antes.

Con los pactos de la Moncloa, Suárez se granjeó dos enemistade­s importante­s: la patronal CEOE, que le reprochaba haber dado demasiado poder a los sindicatos, y los sectores más conservado­res de la Iglesia católica, que no le perdonaban el impulso a la escuela pública. Cuando el hombre de la Moncloa entró en crisis, tuvo noticia de ellos.

Los pactos también pasaron factura a Santiago Carrillo, ante la ausencia de una comisión de seguimient­o que fiscalizas­e su complimien­to. Cuando quedó claro que el PCE no lograba ampliar su base electoral, el partido que había liderado la lucha clandestin­a contra Franco estalló. Años después, los pactos de la Moncloa fueron releídos por Izquierda Unida como un error.

Desde el otro mundo, Santiago Carrillo saluda estos días a Pablo Iglesias y Alberto Garzón. Enciende un cigarrillo (Peter Stuyvesant) y les dice: “Ahí os quiero ver”.

Los pactos de la Moncloa fueron un éxito histórico, pero pasaron factura a Suárez y Carrillo

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