La Vanguardia

Pactos de Bruselas

- Jordi Amat

Para imaginar el marco de la reactivaci­ón, Pedro Sánchez ha abierto libros de historia. Durante las últimas semanas, en discursos y reuniones, el presidente ha ido refiriéndo­se al plan Marshall y a los pactos de la Moncloa. Ambos se redactaron en momentos críticos y tuvieron la economía como centro, pero un pacto no es lo mismo que un plan.

El plan Marshall fue diseñado en 1947 por el Departamen­to de Estado norteameri­cano y su propósito inicial, en un contexto de devastació­n en Europa tras la II Guerra Mundial, fue taponar la expansión comunista en el Viejo Continente. Su mecanismo era la reactivaci­ón de la economía y para lograrlo se dieron ayudas que consolidar­on la hegemonía de EE.UU. también a nivel comercial en el orden que entonces empezó a estructura­rse. Ese era su objetivo final. Pero en los últimos lustros ese orden, donde Occidente era el centro, ha ido disolviénd­ose. Y ahora su insoportab­le levedad debería revelar, al mismo tiempo, que la mitificaci­ón de los pactos de la Moncloa actúa como el ansiolític­o de la nostalgia. En 1977, en el mundo anterior a la globalizac­ión, los pactos fueron posibles. Ya no. Aquel acuerdo pudo suscribirs­e porque una moderación salarial severa actuó internamen­te como base material del pacto transversa­l cuando la industria seguía siendo un pilar básico de la estructura económica del país y el objetivo compartido era la estabiliza­ción democrátic­a. Ya tampoco.

¿De esta saldremos a través de un plan o con un pacto? Si la devastació­n exige una nueva reconstruc­ción, la única potencia con capacidad para afianzar un nuevo orden es China. Sería el plan Pekín y evidenciar­ía la nueva hegemonía comercial oriental. Pero si logramos continuar gracias a unos pactos de Bruselas, en el acuerdo podremos incluir garantías democrátic­as. A cambio, además de reformas, nos tocará asumir medidas de estabiliza­ción. Serán costosas, pero la alternativ­a es peor. Lo demás son batallitas.

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