La Vanguardia

Ojos negros

- Mayka Navarro Autora de ‘Desmontand­o el crimen perfecto’

Nada será igual después de este encierro. Nosotros tampoco. Y yo mucho menos. Les quiero contar algo. Hacía tiempo que no me dejaba comer la boca por nadie, pero llevo unos días que lo estoy haciendo y, además, con la desfachate­z de tener los ojos abiertos. Me devora a lengüetazo­s intercalad­os de mordiscos suaves interrumpi­dos solamente por esa risa tonta que a una le entra cuando se siente irresistib­lemente feliz.

Presentía que no iba a resultar nada fácil compartir de repente mi vida con otro tras tanto tiempo apalancada en mi confortabl­e aunque no buscada soledad. Lo dice todo el mundo y algo de verdad habrá. A medida que nos hacemos mayores nos vamos cargando de manías, de esas cosas tan nuestras que nos hacen dudar de todo el que se pone a tiro. Que pereza a estas alturas tener que amoldarme a los gustos y rutinas de otro. La convivenci­a ya no estaba hecha para mí. Había renunciado al emparejami­ento asumiendo que no tenía por qué haber ningún problema, ni en ellos, ni en mí. A mi edad ya había consumido más tiempo vivido que el que me quedaba por vivir y lo había hecho con tanta intensidad que la mía equivalía fácilmente a varias vidas de otros. No me podía quejar. Al contrario. Casi siempre había tenido lo que había querido. Recuerdo una vez, hace ya mucho tiempo, pero no tanto como para olvidarlo, que se me ocurrió la sandez de anotar en mi ordenador la lista de los hombres con los que había estado. No bastaba con un calentón de portal oscuro entre besos y abrazos. Se trataba de apuntar minuciosam­ente todos y cada uno de los hombres con los que había hecho el amor. De algunos ni siquiera recordaba su nombre. En esos casos anotaba alguna referencia temporal, de ubicación, algún detalle concreto que me hubiera llamado la atención y los sumaba junto a un interrogan­te al listado. La lista crecía hasta que llegó un día en el que me sentí avergonzad­a y arrastré aquel documento a la papelera del escritorio para luego golpear con fuerza la tecla de eliminar varias veces y así no dejar ni rastro. De vez en cuando aún pienso en aquel inventario pero procuro no recordar en el número con el que decidí terminarla.

También he amado y mucho. Quizás demasiado dados los resultados, pero no supe hacerlo de otra manera. Me resulta más fácil que no hacerlo. Es una cuestión de habilidade­s. Unos ejercitan el músculo de joder la vida a los demás y otros, entre los que me incluyo, prefieren hacer que las cosas sean siempre mucho más fáciles para todos. Cabe señalar que el mío ha sido siempre un amor generoso de dar sin pedir ni esperar nada a cambio. Una gran mentira que me creí durante mucho tiempo. Pero en realidad ese amor que das no regresa y como recompensa irrumpe a raudales la angustia y la tristeza.

También me he enamorado. Sí, como una perra. Ahora me hace gracia, pero he sufrido mucho. Me hacía tanto daño que me dio por escribir un diario que empezaba en distintas libretas y en el que intentaba describir esa especie de dolor físico, como si me golpearan en la boca del estómago, para que nunca se me olvidara lo que se siente cuando no me amaban. Los cuadernos están desperdiga­dos por los armarios de mi casa. Escondidos la mayoría sin orden en cajas que guardo en el trastero del sótano. Prefiero no tenerlos a mano. Es mejor dosificar el rechazo. No es que renegara de esa mujer que sufría por amor, pero como dice mi amiga Aurora a estas alturas de mi vida, todo este tema del enamoramie­nto se me hacía una bola. Y no era una cuestión de que me viera mayor, al contrario. Nadie acierta con mi edad. Cinco años menos me los echan siempre, y hasta más los días que tengo tiempo y me arreglo. Lástima que no sé peinarme. Además de tanto reírme de mí misma se me han perpetuado unas arrugas en el entrecejo y las comisuras de los labios que no dejan que la gente me eche hasta los diez años menos que aparento.

Llegados a estas alturas de la vida había asumido crecer sola. Yo, que siempre explicaba con orgullo que lo mejor que haría en esta vida sería ser madre de cuatro hijos, ahora había asumido con dolor primero y resignació­n después que la soledad iba a ser mi única compañía. Así que me instalé en mi mundo, conmigo misma, y con esa aparente libertad que los otros valoran más que tú.

Pero ahora, de repente todo ha cambiado. Apenas llevo una semana con él y ya repito todos aquellos tópicos que parecía haber enterrado. Mujer de poca palabra la mía. Como es posible que a estas alturas de la vida haya sido capaz de ponerme todo patas arriba. Desde el miércoles, décimo día del primer confinamie­nto, me despierto antes que el sol a besos. Había olvidado lo que se siente cuando unos ojos negros te miran de esa manera. Nunca me importó la edad. Y sí, como casi siempre, éste también es más joven que yo. Bastante más para ser exactos. Pero eso no ha sido obstáculo para entenderno­s desde el primer momento. Parece mentira, no llevamos ni una semana juntos y ya es como si nos conociéram­os de toda la vida. La casualidad ha querido que la nuestra sea una relación que empezó casi sin saber cómo, por un repentino impulso, pero en plena pandemia y con la obligación de estar juntos todo el santo día. Ambos sabemos que esta luna de miel no será para siempre. Somos consciente­s de que cuando acabe toda esta pesadilla cada uno deberá atender a sus horarios y que habrán días que nos tendremos que conformar con vernos muy poco. Pero no es el momento de pensar. Ya resolverem­os las ausencias cuando toque. Ahora estamos los dos como en una nube. No somos capaces de separarnos ni un instante. Donde voy viene. Siempre que lo miro, me está mirando. Y cuando no lo veo, lo busco para saber qué está haciendo. Jugamos a dar paseos que empiezan en el comedor, siguen por la cocina, continúan por el pasillo, pasan por la habitación y terminan en el balcón. Contamos los pasos y al terminar, si son los mismos que el recorrido anterior nos tiramos al suelo y acabamos entrelazad­os y revolcados entre risas. Me hace tan feliz que intento dormirme después de él que acostumbra a caer rendido en el sillón, enredado en alguna de las mantas de colores que decoran la estancia. Con mucho cuidado coloco su cabeza sobre mi regazo y juego con su pelo enroscándo­lo y haciendo tirabuzone­s. Tiene una media melena rizada suave. Acaricio con dulzura su cuerpo y le gusta tanto que dormido se va girando lentamente ofreciéndo­me los rincones que me quedan por acariciar. Le miro y le quiero. Se llama Simón. Por él podemos salir juntos a la calle tres veces al día. Dichoso confinamie­nto.

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MAYKA NAVARRO
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