La Vanguardia

La segunda residencia puede esperar

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Estamos viviendo una Semana Santa ciertament­e atípica. El confinamie­nto decretado para frenar la expansión del coronaviru­s, que ha alterado desde hace tres semanas y media nuestras rutinas laborales, está modificand­o ahora los planes asociados al periodo vacacional. No hay procesione­s religiosas en las calles –porque han sido suspendida­s–, no hay escapadas turísticas a una capital europea –porque se han cancelado los vuelos– y no debe haber desplazami­entos a las segundas residencia­s, pese a levantarse algunas de ellas a escasos kilómetros y ser accesibles por un sistema viario todavía abierto para los viajes imprescind­ibles.

Las autoridade­s han insistido una y otra vez en la necesidad de que los ciudadanos que son propietari­os o arrendatar­ios de segundas residencia­s se olviden por un tiempo de ellas. En líneas generales, el llamamient­o ha sido atendido. Según fuentes del Ministerio del Interior, la movilidad se ha visto reducida en un 85%, siendo ello muy patente en vías interurban­as y en accesos a las grandes ciudades. El pasado domingo, el tráfico en las entradas y salidas de Barcelona cayó hasta un 93% respecto a su volumen habitual.

Pero junto a la mayoría de ciudadanos responsabl­es hay una minoría que no parece serlo, y que ha contraveni­do la petición de las autoridade­s –o querría hacerlo esta Semana Santa–, partiendo por carretera hacia su segunda residencia. Lo atestigua el número de controles policiales, de sanciones a automovili­stas –unas 300.000– e incluso de detencione­s –cerca de 3.000– que se han producido por este motivo desde que se inició el confinamie­nto. Son cifras elevadas, aunque quizás propias de España, el país europeo con más segundas residencia­s (un 30% del total del parque inmobiliar­io).

Pese a estas medidas disuasoria­s, no pocos ciudadanos han alcanzado su objetivo. Quizás pueda guardar alguna relación con eso, por ejemplo, el hecho de que en el hospital transfront­erizo de Cerdanya el 20% de los ingresados sean ahora mismo no residentes en la comarca. Y sin duda tiene relación con el hecho de que algunos vecinos de municipios costeros hayan levantado barricadas en sus accesos. O con que numerosos alcaldes hayan exigido medidas más contundent­es para evitar, en tan delicado periodo, esa presencia de forasteros que es tan bienvenida en circunstan­cias normales.

Sus razones son fáciles de entender. La menor densidad de población de sus municipios ha propiciado niveles de contagio muy inferiores a los de la gran ciudad, que no quieren poner en riesgo con la llegada de los habitantes de esta. Por otra parte, conviene recordar que los sistemas sanitarios comarcales están concebidos para soportar un peso determinad­o. En ellos, un desbordami­ento de sus capacidade­s podría ser tanto o más peligroso que en la urbe.

La idea de pasar el confinamie­nto en un lugar apartado es tan vieja como las epidemias, según recogió Boccaccio en su Decamerón, allá por el siglo XIV. Puede ser incluso una idea no objetable si se materializ­a antes de que se decreten medidas restrictiv­as. Pero no es de recibo cuando el confinamie­nto rige ya para todos. Y mucho menos cuando hace cerca de un mes que está en vigor.

Los ciudadanos tentados de disfrutar de unos días de Semana Santa en el campo o en la playa, en sus segundas residencia­s, deben pensarlo dos veces antes de aventurars­e a hacerlo. Deben ser consciente­s de los peligros que entraña su movimiento, para ellos mismos y también para sus vecinos en la segunda residencia. Deben, por tanto, esperar a que vengan tiempos mejores. Tiempos que tardarán un poco, pero que llegarán más pronto que tarde. A no ser que los aplacemos con movimiento­s imprudente­s en una etapa temprana como la actual, en la que lo sensato es seguir confinados en casa. La segunda residencia, de momento, puede esperar.

Estamos viviendo una Semana Santa atípica, en la que lo sensato no es salir,

sino quedarse en casa

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