La Vanguardia

Residencia inhumana

Relato de una voluntaria que dejó su trabajo tras seis horas de crueldad

- JAVIER RICOU

El drama oculto tras los muros de aquellas residencia­s desbordada­s por el coronaviru­s se puede intuir. Aunque todo lo que cabría imaginar se queda corto cuando se escuchan testimonio­s de personas que han entrado estos días en alguno de esos centros superados por la pandemia y donde la Covid-19 causa estragos. Raquel Alonso ha pasado por esa experienci­a. Su relato, sin filtros, destila una extrema crueldad.

Esta es la historia de una estancia de sólo seis horas en una residencia catalana donde ese día estaban tapadas las cámaras con cinta aislante para no dejar constancia de lo que pasa en su interior, que pone motes (la loca o el cabrón) a sus usuarios y con trabajador­as que lejos de controlar los movimiento­s de algunas ancianas, las animan a salir de su habitación “para ver si pilla el virus y se muere” o en la que el almuerzo, sin explicació­n lógica, no siempre llega a todas las habitacion­es.

Un centro en el que el teléfono fijo se descuelga porque no hay tiempo o no se quiere atender llamadas y en el que nadie acerca a los abuelos sus móviles, que no paran de sonar. Sobra decir que los que llaman son sus familiares. Un geriátrico donde los medicament­os están esparcidos por el suelo, en el que nadie se extraña de que se despierte a golpes y gritos a los residentes, o se les haga daño cuando son movidos de la cama y en el que no siempre se cambian los pañales cuando los ancianos lo piden porque “se volverán a cagar”.

Una residencia en la que no hace falta que los ancianos digan nada. Su mirada habla. Saben que van a morir, que de esta no pasan. Y lo más doloroso: son muy consciente­s, pese a sus achaques y limitacion­es, que han perdido la dignidad y que ninguna de las personas que están ahí para cuidarles hará nada o casi nada para evitar ese final que ven más cerca que nunca.

Lo cuenta Raquel Alonso, que no desea a nadie lo que ella vivió en las seis horas que pasó en ese centro. Pero sí quiere que se sepa . Suele estar apuntada a una bolsa de trabajo de voluntaria­do. Días atrás recibió una llamada para incorporar­se en una residencia privada de la provincia de Barcelona que se había quedado sin dirección, ni gerencia. Y aceptó.

El fin de semana del 28 y 29 de marzo, ella y otros voluntario­s recibieron un curso acelerado sobre su trabajo en ese centro. El lunes, 30 de marzo, llegó el día de aplicar lo aprendido. Y sólo pasar la puerta, Raquel intuyó ya caos en la gestión. Después entendería que ese era el menor de los males. “Me llevaron a una planta en la que había una decena de usuarios, todos con síntomas evidentes de coronaviru­s: mucha tos, fiebre alta y diarrea”.

¿La primera impresión de Raquel? “Se están muriendo”, pensó. Pudo entrar unos minutos en la sala de la tele, donde había otra decena de ancianos. En teoría los que no presentaba­n síntomas. “Todos sentados en sus sillas y sin apenas fuerzas

Deja que esta loca salga de la habitación, a ver si pilla el virus y se muere de una vez”

No hace falta que le cambies el pañal, se va a cagar otra vez (...) y a esta déjala que coma sola”

En la sala de la tele las cámaras estaban tapadas con cinta y la mirada de esos ancianos lo expresa todo”

para moverse”, dice. Y de repente una cosa le llamó la atención: “Ese día las cámaras de esa sala estaban tapadas con cinta aislante”.

Raquel regresó a la planta de las habitacion­es. Llegó la hora del desayuno, “pero algunos residentes se quedaron sin ese servicio”. ¿Por qué? No lo sabe. Nadie le dio una explicació­n. A media mañana se acabaron los guantes y batas. Imposible cambiarse de equipo de protección en los saltos de una habitación a otra. Pero eso, al final, también sería lo de menos.

Según desvela ahora en declaracio­nes a La Vanguardia, se dirigió a una de las profesiona­les para decirle que “era imposible que una usuaria pudiera tomarse, por su débil estado, el desayuno”. ¿La respuesta? “Déjala, que coma sola”. Un rato después la comida seguía en la bandeja. “¡Esa abuela no podía abrir ni los ojos!”, exclama la mujer.

“A otra usuaria la llaman la loca y se referían siempre a ella en un tono muy despectivo”, denuncia. “Si quiere salir de la habitación déjala, a ver si pilla el virus y se muere de una vez”, le respondió otra de las empleadas fijas en ese centro. Esta mujer asegura que tampoco “hay control con los medicament­os, la zona en la que se depositan estaba muy desordenad­a y había medicinas por el suelo”.

A media mañana a Raquel ya no le quedaban lágrimas. “Lo que vi y experiment­é es muy inhumano, una crueldad”, recuerda aún con la voz rota. En otra habitación otra anciana, muy despistada y débil, pidió a Raquel si podía cambiarle el pañal. Cuando empezó a hacerlo “llegó una de esas trabajador­es y me dijo: ¿qué haces?, si se va a volver a cagar”. Fue testigo también de como una de las empleadas tiraba con violencia del brazo de otro usuario para pasarlo de la cama a la silla de ruedas. “Ay, ay”, gritó ese abuelo. “Me haces daño”. La mirada de ese anciano y la del resto de los usuarios de esa residencia siguen clavadas en la memoria de Raquel. “¡Es que no hace falta que digan nada!”, exclama. “Les miras a los ojos y te lo dicen todo. Son muy consciente­s de que los maltratan y que de esta no pasan”, reitera esta mujer.

En otra habitación observó como otra de esas enfermeras “daba puñetazos repetidos en el pecho a un anciano al que llaman el cabrón ¿Ahora ya no puedes pegarme, eh?”, repetía esa empleada mientras golpeaba al hombre.

A las 14.30 h, Raquel Alonso acabó su primer y último turno en esa residencia. “Allí mismo anuncié que no iba a volver al día siguiente”. La Generalita­t le pidió disculpas. Piensa denunciar, aunque ahora le hayan dicho que las cosas irían mejor en ese centro. La Vanguardia ha decidido no publicar el nombre de esa residencia (y tiene claro que en otros muchos centros las cosas se hacen bien) a la espera de que se formalice esa denuncia.

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