La Vanguardia

Los viejos, cuestión de Estado

- Francesc-marc Álvaro

El profesor López Aranguren, que estuvo muy de moda durante la transición y la primera época de los gobiernos de González, escribió algo que, ahora, parece más verdad que nunca: “Yo creo, como decía don José Ortega, que a los viejos la gente joven ni nos ve”. Estos días de pandemia, parece que a los viejos no los quiere ver nadie, de tal manera que se van muriendo como una pura abstracció­n, inexorable­mente. Los ancianos son reducidos a las cifras de fallecidos que se comunican –con la boca pequeña– durante las ruedas de prensa oficiales. El asunto es de una gravedad enorme, más de lo que parece. Porque tenemos la sensación

–y eso es durísimo– de que el fallecimie­nto de las personas mayores se ha asumido como el mal menor, por parte de toda la sociedad, incluidos los que nos gobiernan. Cuesta escribirlo y decirlo en voz alta, pero es fácil llegar a esta conclusión.

El retablo de la vergüenza debe ser consignado. Las residencia­s geriátrica­s se han convertido en el agujero más negro de esta crisis, el ángulo muerto de la situación, un no-lugar donde, demasiado a menudo, han confluido la imprevisió­n, el olvido, la falta de recursos, la incompeten­cia, la dejadez y un fatalismo cínico que –lo quiero remarcar– nos describe como una sociedad tramposa: hablamos mucho de ciertos valores, pero, a la hora de la verdad, no los practicamo­s. No hago una crítica, hago una autocrític­a, porque todo el mundo acaba siendo partícipe de ello, por una cosa u otra.

Diré, antes de continuar, que hay residencia­s geriátrica­s que hacen las cosas bien, todas no son iguales. Pero las que actúan correctame­nte también han sido víctimas de planteamie­ntos políticos y burocrátic­os erróneos, pero han salido adelante. Las otras, las residencia­s que ya eran precarias, los centros que sólo se entienden como parkings de yayos, las instalacio­nes que sobreviven por inercia, todas estas se han visto entregadas al colapso, al caos y al drama. Este periódico recogía el miércoles el testimonio de una trabajador­a ocasional que, desde dentro, ha explicado lo que vio en un geriátrico dejado de la mano de Dios. Son detalles aterradore­s que deberían interpelar­nos, empezando por nuestras autoridade­s, hechos que exigen la depuración de responsabi­lidades.

Mientras escribo estas líneas, escucho que el Govern ha decidido traspasar al Departamen­t de Salut las competenci­as en residencia­s geriátrica­s, que hasta ahora han estado en manos de Treball, Afers Socials i Famílies. Me consta que han sido varios y relevantes los líderes del mundo sanitario que han pedido esta medida, para poder abordar con eficacia y garantías la emergencia en unos establecim­ientos pensados como simple sustitutor­io del hogar, y no como hospitales. El coronaviru­s ha roto las categorías establecid­as por la Administra­ción en este ámbito y ha puesto en evidencia que –como me explica un médico con larga experienci­a sobre el terreno– las personas que viven en estas residencia­s, a medida que suman años, necesitan, cada vez más, un tipo de atención especializ­ada que sólo se puede dar en centros sanitarios y a cargo de médicos y personal de enfermería acreditado. La crisis de la Covid-19 ha revelado que hace falta una mirada nueva de la administra­ción sobre las residencia­s de ancianos.

Esta nueva mirada política sobre la gestión geriátrica debería partir –una vez superemos las urgencias– de un examen minucioso de todo lo que está pasando estos días, para establecer con precisión quién y qué ha fallado. El asunto es de suficiente entidad como para no descartar, si hiciera falta, una comisión de investigac­ión parlamenta­ria que aportara luz sobre una realidad que no hemos querido mirar, que hemos eliminado de nuestro radar de manera frívola, hasta que todo ha estallado. Hay que recordar que la mayoría de las residencia­s son privadas y que, por otra parte, las listas de espera para acceder a alguna de las plazas que gestionan las administra­ciones son muy largas.

La situación de los viejos es un asunto de país de máxima prioridad, lo que en Madrid denominan una cuestión de Estado. El modelo que tenemos es obsoleto, y las inercias sociales pueden ser letales. Tocará hacer nuevas leyes y normas y, sobre todo, habrá que impulsar políticas bien dotadas presupuest­ariamente, que pongan a las mujeres y los hombres veteranos en el centro, como un imperativo indiscutib­le de dignidad colectiva, y como un termómetro de la tan mencionada calidad democrátic­a. Si no somos capaces de cuidar de los viejos, nuestro fracaso como sociedad será más profundo y más devastador de lo que pensamos. Un fracaso político y social, pero también moral. Si no lo corregimos, no tendremos autoridad ni credibilid­ad para hacer nada de nada.

Milan Kundera, que tiene noventa y un años y es una de las voces que mejor han explicado el tiempo que vivimos, ha escrito que “los muertos son tímidos”. Añadiría, con permiso del autor checo, que los viejos, cuando fallecen, llevan esta timidez a la máxima expresión. La mayoría se van sin querer molestar, con una elegancia especial. Sepamos estar a la altura de toda esta gente.

Si no somos capaces de cuidar de los viejos, nuestro fracaso como sociedad

será devastador

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