La furia del tigre amarillo
Dudas por la gestión china de la pandemia. Para unos, China ha dilapidado el prestigio ganado en décadas. Para otros, acelera el ‘sorpasso’ a EE.UU.
Afinales de la década de los 60, las parroquias de la periferia eran el lugar habitual de encuentro de la oposición a la dictadura. En especial de la izquierda, entonces un magma de grupos y siglas que se organizaban en “células” donde se conspiraba para la llegada de la revolución que iba a derribar a Franco. Entre los más exóticos estaban los maoístas, que acusaban de revisionismo al PSUC y predicaban el verdadero comunismo según las enseñanzas del camarada Mao Tse Tung.
Pepe conoció a dos de ellos en una reunión nocturna. Habían llegado a la ciudad procedentes de la Universidad Laboral de Tarragona. Uno era sevillano, el otro de Gijón. Eran del Partido del Trabajo. Llevaban una vida monacal y lucían unos tupidos bigotes de morsa (algo común en el partido). A Pepe le gustaron porque entendía lo que decían (no como a los de Bandera Roja, a los que no veía más enrevesados) y porque utilizaban el adjetivo “popular” en cada frase. Entró en el partido con tal convicción que durante años fue conocido en el barrio como Pepe el Chino.
Pepe dejó de ver películas de kung-fu. Empezó a leer a Marta Harnecker. Iba a todas las reuniones. Estaba en todas las manifestaciones del barrio. Y repartía la prensa del partido. Vender La Unión del Pueblo era lo más duro. Había que levantarse de madrugada e intentar venderla en la puerta de las fábricas a unos trabajadores adormilados y escépticos. Algunos militantes preferían tirarlas a la alcantarilla y pagarlas de su bolsillo. Para mantener la moral, los del bigote de morsa explicaban que la secretaria general de las juventudes del partido, la Joven Guardia Roja, se casaría con el militante que vendiera más ejemplares. Era un argumento cursi, a juego con el puritanismo del entorno, pero que no convenció nunca a Pepe.
Al final Franco murió en la cama. No hubo revolución en España. Pepe el Chino se fue a casa y a Pina López Gay, la secretaria general de la Joven Guardia Roja, el gobierno del PSOE la nombró vicepresidenta de la Comisión del Quinto Centenario. El Partido del Trabajo se disolvió en 1980 después de varios fracasos electorales.
Fue un final en tiempo de descuento. La luz que emanaba del maoísmo se había extinguido. Su fulgor había inundado el París de los 60. La revolución cultural, presunto brote de espontaneidad popular antiautoritaria, había seducido a intelectuales como Jean Luc Godard, que en 1967 filmó La Chinoise. O a Jean Paul Sartre, que cambió la pipa por el megáfono y arengaba a los trabajadores de la Renault. Pero en 1978 todo había terminado. Mao había muerto. Sus seguidores (la Banda de los Cuatro) estaban en la cárcel. Las purgas y linchamientos cometidos durante la revolución cultural empezaron a conocerse. Y Deng Xiaoping, el nuevo hombre fuerte, puso el turbo para convertir a China en un modelo de capitalismo de Estado.
China no volvió a deslumbrar a los occidentales hasta cuarenta años después. No como abanderada del comunismo, sino de un nuevo modelo de capitalismo. Un capitalismo sin libertades pero eficaz, con una China transformada en una potencia económica dirigida por una elite enriquecida en el horizonte de solo una generación.
Ese modelo tocó el cielo en los meses anteriores a la epidemia de la Covid-19. Las vibraciones llegaron hasta Barcelona, donde el Mobile World Congress iba a ser escenario de la recién conquistada hegemonía china, plasmada en la exhibición del 5G, la nueva tecnología móvil.
La pandemia lo ha cambiado todo. Hay observadores que consideran que la reacción china al virus ha sido ejemplar, que ha dado tiempo al resto de mundo para prepararse. Han elogiado su capacidad para disciplinar a la población en contraste con un Occidente desbordado en su arrogancia e incapacidad para convencer a la opinión pública y a los poderes económicos de la necesidad del confinamiento. China, según esa visión, sería la vencedora final del pulso que mantiene con Estados Unidos por el liderazgo global. Y la gestión de la epidemia, el final de una trayectoria que se verá coronada pronto con el descubrimiento de una vacuna contra la Covid-19
Pero hay también una interpretación menos complaciente. La de los que estiman que China ha perdido en la crisis el capital acumulado en las últimas décadas. La acusan de haber minimizado la magnitud de la epidemia en su origen. Le reprochan la incapacidad crónica para cerrar los mercados de animales vivos. La culpan de haber mareado a la Organización Mundial de la Salud y haberla arrastrado a una polémica que la debilita. Finalmente, responsabilizan a China el no haber dado suficiente información sobre lo que ha pasado en el país.
La reciente historia china está llena de acontecimientos en los que la realidad se ha conocido muchos años después. El más obvio, el Gran Salto Adelante (19591961) un quimérico y acelerado proceso de industrialización ordenado por Mao entre 1958 y 1961. Presentado como el chispazo que hizo crecer a China, fue en realidad una tremenda equivocación que hundió la agricultura y dejó entre 15 y 45 millones de muertos por inanición (la cifra fue reconstruida mucho después por los estudios de los demógrafos).
La cultura del poder chino está hoy lejos de cometer esos errores. Pero es todavía propensa a la propaganda, a las historias infantilizadas y heroicas del maoísmo juvenil. Como la de la doctora Chen Wei, personaje que parece sacada de un tebeo, científica en guerra a la que los medios estatales fotografían con una jeringa clavada en el brazo que teóricamente contiene el primer ensayo de vacuna contra el nuevo “enemigo invisible”.
¿Qué lección sacará el mundo del papel de China en esta crisis? ¿Permitirá a Pekín acelerar el sorpasso a Estados Unidos y exhibirse como modelo de referencia autoritario para el futuro o perderá el prestigio de sistema eficiente y seguro ganado en los últimos años?
China ha recuperado el lenguaje heroico y asertivo del maoísmo juvenil, se siente ganadora de la crisis