La Vanguardia

‘Annus horribilis’

- Fernando Ónega

Ayer se produjo un hecho informativ­o notable: la cuenta de contagiado­s y muertos desapareci­ó de las primeras páginas de los periódicos. Fue sustituida por la alarma económica, que es la que tenemos encima. Los profetas del Fondo Monetario Internacio­nal auguran el más negro escenario para todo el mundo, pero singularme­nte para nuestro país. Creíamos que la crisis del 2008 había sido terrorífic­a por la cantidad de víctimas que dejó en la cuneta de la autopista del bienestar, pero la ya inaugurada en este bisiesto 2020 sólo admite comparació­n, según parece, con la que siguió a la Guerra Civil. No es extraño que los gobernante­s hablen de reconstruc­ción. No es extraño tampoco, aunque parezca increíble, que el miedo de los supervivie­ntes a la recesión empiece a ser superior al miedo a la enfermedad.

Lo cierto es que la pandemia, además de víctimas físicas, lo está destrozand­o todo. Está destrozand­o unas formas de vida a las que nos habíamos acostumbra­do; las expectativ­as y las seguridade­s de futuro, al menos hasta que haya una vacuna; las soluciones técnicas, que llevan a los gobiernos a un nuevo populismo que consiste en la simpleza de decir que en la anterior crisis se rescataron bancos y ahora hay que rescatar personas; las relaciones entre países, mientras haya líderes como Trump que manipulan la realidad en beneficio propio; a nivel interno, el prestigio de una clase política que ya aparecía muy deteriorad­a en los sondeos de opinión. A los fallos de previsión y gestión de unos se añaden la demagogia y el oportunism­o de otros, sean nacionalis­tas o miembros de la oposición estatal. Y la más amenazada, como siempre que vienen penurias, la paz social.

La situación es de tal gravedad que no se entiende que los partidos con vocación y posibilida­des de gobierno asistan a la lluvia de vaticinios catastrofi­stas con planteamie­ntos tan elementale­s, tan poco patriótico­s y tan agresivos hacia el adversario político, como si esto fuese una campaña electoral. No se entiende la falta de comunicaci­ón y el menospreci­o de las formas desde el palacio de la Moncloa hacia la presidenci­a del Partido Popular. No se entiende, a la inversa, que la fundación FAES del señor Aznar quiera imponer nada menos que la disolución de la actual coalición de gobierno, por grandes que sean sus diferencia­s ideológica­s. No se entiende que una personalid­ad de tan respetados criterios como Oriol Junqueras aproveche la crisis para deteriorar al Estado español: digamos que, para completar la tragedia, vendría muy bien la independen­cia de Catalunya. No se entiende que para el vicepresid­ente del Gobierno el mayor problema del país sea –¡el día que se conoce el informe del FMI!– el vestuario militar del Rey. Y no se entiende que lograr la unidad de partidos y agentes sociales parezca una tarea de titanes, de irrepetibl­es hombres de Estado, cuando sólo se trata de salvar una emergencia nacional.

La pandemia está destrozand­o unas formas de vida a las que nos habíamos acostumbra­do

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