La Vanguardia

El Laberint, una joya

- LLUÍS PERMANYER COLITA / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

El Laberint d’horta es uno de los orgullos de Barcelona. Es cierto que el hecho de estar desenfilad­o de vistas lo ha condenado a un olvido inmerecido a todas luces, pero no es menos cierto que esa distancia del mundanal ruido lo ha protegido en su manto.

Vaya un ejemplo doloroso. “No tenemos sino muy pocas indicacion­es sobre los laberintos de los siglos XVII y XVIII en España”. Esto escribía Paolo Santarcang­eli en su Il libro dei laberinti, obra canónica de 1967, tanto que mereció reedición en 1984 y prologada por Umberto Eco. Habría sido reconforta­nte que al merecer edición en lengua española, de la mano de Siruela, hubiera sido advertido el autor de esa laguna inexplicab­le.

Y es que Santarcang­eli había pasado de puntillas al haber simplement­e mencionado el Alcázar de Sevilla, y silenciar, amén del Laberint, el Real Sitio de La Granja.

Joan Anton Desvalls i d’ardena (1740-1820), VI marqués de Llupià, III marqués de Poal y marqués consorte de Alfarràs se atrevió a desplegar una obra de aquella dimensión y finura en un país de secano y con escasa tradición en la jardinería creativa; además, el laberinto no tenía aquí el prestigio que había enraizado en no pocos países europeos.

La clave estaba en que Desvalls

era un ilustrado, enamorado de la matemática y de la física experiment­al. Con la idea, el empuje y la capacidad económica (contrató a unos sesenta obreros, que no un millar, tal como se exageraba, a excepción del barón de Maldà en su Calaix), tuvo el acierto de contratar a un profesiona­l.

Se sabía que era italiano, pero sin profundiza­r, pues su nombre iba envuelto en dudas: Baquetti, Boquetti, Baguti. Ha sido por fin Oriol Pi de Cabanyes (al leerle siempre aprendo) quien despejó el panorama gracias a su afán investigad­or y riguroso, que le llevó a visitar el pueblo natal del personaje, Rovio, en la Suiza italiana. Y lo dejó claro: Domenico Bagutti (1760-1837), diseñador, escultor, maestro de obras y, por tradición familiar, estucador artístico.

Fue proyectado y luego plantado el Laberint, mediante la acumulació­n de unos 750 cipreses comunes que bien apretados y con una altura de casi tres metros, merced al recorte minucioso, debían acabar formando unos muros infranquea­bles. Lo básico no era trazar un camino con salidas, pues lo fundamenta­l era que ningún fallo vegetal permitiera trampear por atajos.

Esa labor, sospecho, fue en la que se aplicó el jardinero Jaume Valls, sucedido por Andreu, a buen seguro su hijo.

Creación neoclásica en la que una bien trabajada secuencia escultóric­a eleva el nivel del juego simplón a categoría de ritmo amatorio con clave en esculturas fruto de cinceles afinados.

Hace años fue convertido en museo, de pago obligado, para protegerlo. Había visto a niños con pelota ante la mirada complacien­te de los padres. Mismamente.

El aristócrat­a Joan Anton Desvalls, un ilustrado, contrató al maestro italiano Domenico Bagutti

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Impresiona­nte imagen de esta obra tan creativa iniciada a finales del siglo XVIII
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