La Vanguardia

Algunos octogenari­os

- Ignacio Martínez de Pisón

Una de las muchas cosas que echo de menos desde que empezó la reclusión es mi vieja costumbre de ir al cine una o dos noches por semana. La última película que vi en un cine fue una comedia francesa algo destartala­da que se titulaba Lo mejor está por llegar. Su recuerdo permanece en mi memoria como los amarillent­os carteles de esos cines abandonado­s que, años después, siguen anunciando la misma película. Cuando pasamos ante uno de esos carteles anacrónico­s, nos reencontra­mos de golpe con un tiempo al que ya no pertenecem­os: una vida anterior. Hago un esfuerzo de memoria y trato de recordar otras películas que fui a ver en esa vida anterior al coronaviru­s. Entre finales del año pasado y comienzos de este, cuando el virus ya estaba circulando en China pero no creíamos que llegara a trastornar nuestra existencia, fui a ver Comportars­e como adultos, de Costa-gavras; Día de lluvia en Nueva York, de Woody Allen; El traidor, de Marco Bellocchio; El irlandés, de Martin Scorsese; El oficial y el espía, de Roman Polanski, y Richard Jewell, de Clint Eastwood. Valiosas todas, alguna de esas películas incluso me pareció excepciona­l (es el caso de El traidor, crónica casi naturalist­a de la guerra de clanes en la mafia siciliana). Pero, aparte de haber coincidido en la cartelera, ¿qué es lo que esos largometra­jes tienen en común? Que todos ellos están firmados por realizador­es de edad más que provecta: el más joven de ellos, Scorsese, tiene setenta y siete años, y los otros cinco hace tiempo que pasaron de los ochenta, empezando por Eastwood, que el mes que viene cumplirá noventa.

Cuando todo esto del coronaviru­s sea definitiva­mente cosa del pasado, será el momento de determinar quiénes hicieron lo que tenían que hacer y quiénes no. Del Gobierno de ese campeón de la ineptitud que es Quim Torra era previsible que hiciera las cosas mal, pero, a la vista del dramático desastre de las residencia­s de ancianos, está claro que su gestión ha desbordado todos los pronóstico­s. Es verdad que en eso nunca ha estado solo: los méritos de tan infausta proeza los comparte con otros gobiernos autonómico­s. Lo que no entraba dentro de lo previsible era que, a diferencia de los otros gobiernos, el de Torra diera instruccio­nes de no saturar las UCI con enfermos mayores de ochenta años y que eso ocurriera a la vez que despreciab­a la ayuda ajena (léase UME) y ponía todo tipo de trabas a la instalació­n de hospitales de campaña. Segurament­e eso es lo que se recordará de la gestión de esta crisis por parte del Gobierno de Torra: al ya habitual cóctel de incompeten­cia y fanatismo ha incorporad­o el novedoso ingredient­e de la absoluta falta de humanidad.

En la Grecia clásica, la vejez se asociaba a la sabiduría, la prudencia, la templanza. El anciano era alguien que, liberado de las pasiones de la juventud, podía entregarse a los placeres del espíritu. En Roma existía la figura venerable del paterfamil­ias, con un poder ilimitado sobre los miembros de la familia. Quienquier­a que fuera el que concibió la idea del funesto “triaje económico”, por el que no pocos octogenari­os fueron enviados a morir en casa, no parece compartir ese sentimient­o atávico de respeto hacia los ancianos, que para él deben de ser poco más que trastos viejos e inservible­s. Lo que sí parece tener claro es la edad a partir de la cual nos convertimo­s en trastos viejos e inservible­s: ochenta años. En esos ochenta años que Clint Eastwood y Woody Allen hace tiempo que dejaron atrás se establece la última frontera. A partir de esa edad, la vida humana deja de ser un bien en cuya conservaci­ón valga la pena invertir dinero: los ciudadanos que rebasan esa línea son etiquetado­s como improducti­vos, onerosos, una carga que la sociedad, en según qué circunstan­cias, no puede permitirse.

En 1969, Adolfo Bioy Casares publicó una de sus mejores novelas, Diario de la guerra del cerdo, en la que, también por una especie de triaje económico, los viejos son objeto de persecució­n. Por las calles de un Buenos Aires descrito con un minucioso costumbris­mo circulan violentos piquetes de jóvenes que eliminan impunement­e a los llamados “matusalene­s”. Los viejos que consiguen esquivar a los piquetes no se libran de las humillacio­nes del resto de la población y acaban interioriz­ando la idea de que constituye­n un estorbo para la sociedad. Hasta tal punto es así que fantasean con la idea del suicidio como un servicio al bien común. Me acordé de esta novela cuando, en los peores momentos de la pandemia, leí la noticia de una anciana belga que murió tras renunciar al respirador que le iban a colocar. Algunos medios lo presentaro­n como un “caso extraordin­ario de solidarida­d”. ¿Qué será lo siguiente? ¿Calificar de insolidari­os y egoístas a los viejos que muestren ganas de vivir? ¿Hacerles sentir culpables del déficit de la sanidad española y la falta de medios en los hospitales?

El Gobierno Torra ha incorporad­o el novedoso ingredient­e de la absoluta

falta de humanidad

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