La Vanguardia

La extraña cadena

- Clara Sanchis Mira

Un autor de teatro que se gana la vida captando socios para una oenegé entra por teléfono en las casas cerradas. Técnicamen­te pide dinero para ayudar a los lejanos refugiados del planeta. Su voz se cuela en centenares de pequeños mundos sonoros que están a la vuelta de la esquina. Los mundos de la gente. Interiores domésticos al desnudo; el confinamie­nto lo deja todo al descubiert­o. Él mismo llama desde su dormitorio y podría estar sin nada de ropa, con su equipo de teletrabaj­o. Auriculare­s con micrófono incorporad­o, ordenador que marca teléfonos automática­mente –unos doscientos al día–, vaso de agua para voz disuasiva, gato entre la modorra y el mordisqueo de cables del nuevo artilugio que su colega humano lleva en la cabeza, cama recién hecha, ventana con vistas a una M-30 a medio gas.

Sus incursione­s en las casas cerradas de aquí al lado son delicadas. A veces, el ordenador inhumano le lleva a pedir dinero a gente que está al límite. “Vivo en esta habitación con mi hija y mis dos nietos, esperando que no nos echen de aquí”, responde amablement­e una mujer con acento latinoamer­icano. El escritor teleoperad­or hace malabares con un ramillete de palabras. Intenta que no le cuelguen – “No tengo para ayudarme ni a mí”–. Que nadie se enfade –“Estoy para que me hagan un rescate”–. No desesperar si le cuelgan a la cara una y otra vez –“Estoy rezando y no puedo atenderle”–. No alterarse si le responden con agresivida­d, o con exabruptos patriótico­s –“No sé cómo tenéis el valor de pedir para los de fuera”–. No entristece­rse –“Hay veces que se acuestan mis hijos sin la leche”–. No desmoraliz­arse si pasan los días sin captar un solo socio.

La cadena es rara: el autor teatral perderá su empleo de teleoperad­or si no encuentra personas que quieran ayudar a otras. Su trabajo, al borde del ERTE –menos mal que existe ese ERTE– pende de un hilo. Un filamento sonoro de entonacion­es sutiles entre voces de desconocid­os. La melodía de las palabras es más reveladora que su contenido, las emociones vibran. El dramaturgo sabe percibirla­s, y ha decidido cambiar sus frases de presentaci­ón de la oenegé. Ahora ya no habla de ayudar a los refugiados sino de recaudar fondos para los refugiados. Su oído experto ha estado notando que últimament­e algún interlocut­or desesperad­o se hace un pequeño lío al oír la palabra ayuda: en la nebulosa de su falta de todo, por un momento vive la ilusión de que la llamada es para ayudarlo a él. El buen escritor echa mano de su verdadero oficio para evitar desengaños.

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