La Vanguardia

Morir a destiempo

- Sergi Pàmies

La necrología no es una ciencia exacta. Si el mismo día mueren dos novelistas de prestigio, puede pasar que la muerte de uno vampirice la del otro. Es como si el calendario establecie­ra su propio derecho de admisión con una tanda macabra. Ocurrió la semana pasada. Con pocas horas de diferencia murieron el chileno Luis Sepúlveda y el brasileño Rubem Fonseca. Más conocido y leído en nuestro país, y con el añadido de haber fallecido a causa del coronaviru­s y de tener vínculos con España, Sepúlveda atrajo la atención periodísti­ca que homenajea una vida y una obra. Fonseca, en cambio, quedó en segundo término. En Brasil y Portugal la situación debió de ser la inversa y la prioridad de la notoriedad de proximidad probableme­nte arrinconó la noticia del fallecimie­nto de Sepúlveda. Por suerte, el periodismo es lo bastante dinámico para permitir que una necrológic­a se publique unos días más tarde, como pasó el martes en La Vanguardia con el artículo de Antonio Lozano sobre Fonseca. Era un acto de justicia que, como en otras ocasiones, corrige retrospect­ivamente posibles olvidos.

Hablo de memoria, pero diría que descubrí a Fonseca a finales de los setenta, gracias a la espléndida colección universal de Bruguera, con El cobrador. Más adelante llegó El gran arte (Seix Barral), que consolidab­a la fascinació­n por una manera de escribir precisa, descarnada, y una visión nada lírica ni eufemístic­a de la violencia y el sexo. Fonseca fue lo que el tópico define como autor de culto. Eso significa que cuando tropezabas con alguno de sus lectores

En uno de sus últimos libros el brasileño Rubem Fonseca ironizaba sobre la perpetua muerte de la novela

(Quim Monzó, Manel Ollé o Federico Campbell) lo celebrabas con el orgullo estéril de pertenecer a una secta fraternal. De culto también significa que no se vendía lo suficiente para justificar una edición ordenada y fidelizada de sus obras. Resultado: salían siguiendo meandros insondable­s, quien sabe si como consecuenc­ia de un laberinto de agencias literarias o de una ruleta a la hora de seducir los editores. A veces eran novelas negras o recopilaci­ones de cuentos, y a veces eran ediciones chilenas o mexicanas de artículos y ensayos minoritari­amente celebrados como La novela murió (Tajamar Editores).

El libro empieza con una pregunta: “¿Murió la novela?” y no tarda en responder con ironía: “Tal vez lo que está sucediendo es lo siguiente: la literatura de ficción no se ha acabado, lo que está desapareci­endo es el lector. ¿Podrá llegar a ocurrir la paradoja de que sea el lector el que se extinga y no el escritor?” Hoy que la resaca de Sant Jordi es especialme­nte dolorosa, no sé si es el mejor día para intentar responder esta pregunta. Pero sí para recuperar los libros de Fonseca, el novelista que murió el mismo día que Luis Sepúlveda (y viceversa), cuando la novela aún no había muerto pero el mundo editorial (editores, distribuid­ores, libreros, escritores y lectores) estaba viviendo su peor crisis.

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