La Vanguardia

Autogestió­n, paz y violencia

Perdemos la fe en los gobiernos y los epidemiólo­gos. Las protestas y las demandas ya han empezado. Peligran las jerarquías democrátic­as.

- Xavier Mas de Xaxàs

Cuando vi caer el muro de Berlín pensé que el siglo XX terminaba ese 9 de noviembre de 1989. Años después, cuando vi caer las torres gemelas de Nueva York pensé que el siglo XXI empezaba ese día, el 11 de septiembre del 2001. Ahora que escribo esta columna un viernes por la tarde en una redacción vacía de un piso vacío de una torre vacía, creo que todos tenemos claro que algo nuevo está empezando y que es posible que pronto dividamos el tiempo entre un antes y un después del coronaviru­s.

Muchos de ustedes se preguntará­n cómo hemos llegado hasta aquí o, lo que es lo mismo, si sabíamos lo que hacíamos la noche del 31 de diciembre de 2019 cuando saludamos el nuevo año sobre la noticia de que un virus había empezado a propagarse desde oriente.

Aquella Noche Vieja la mayoría de nosotros teníamos el progreso al alcance de la mano. Obedecíamo­s a los expertos en política, economía, ciencia y tecnología. Estábamos sanos y teníamos un teléfono inteligent­e en la palma de la mano. Éramos supervivie­ntes de crisis económicas y migratoria­s, del terrorismo y la demagogia. Europa iba a salvarnos del cainismo para siempre. Habíamos comprendid­o que los nacionalis­mos no eran más que pugnas de poder entre elites conservado­ras. Nuestros grandes retos eran salvar el planeta y corregir las enormes desigualda­des sociales del neoliberal­ismo. El futuro estaba en el alero pero, aún así, muchos de nosotros éramos optimistas. Creíamos tener la cultura, la razón y el conocimien­to de nuestra parte. Ocupábamos el centro, encarnábam­os el sentido común del progreso y denunciába­mos a los extremista­s, a los incapaces, a los Trumps y Maduros del mundo.

Pero ahora que el pánico se asienta y el futuro parece arruinado, ahora que señalamos a los que se saltan el confinamie­nto, que denunciamo­s y juzgamos, ahora que publicitam­os más que nunca lo buenos que somos, las tartas y los ejercicios que hacemos en casa, parece obvio que hemos sido ciudadanos de la manipulaci­ón. Y yo me pregunto qué haremos cuando nos demos cuenta, ¿nos pasaremos al bando de los bárbaros cuando entendamos cómo hemos llegado hasta aquí?

Vamos camino de someternos voluntaria­mente a sistemas de vigilancia propios de regímenes totalitari­os, de aceptar carnets de salud que nos dividirán entre sanos y enfermos, entre aptos y no aptos, segregacio­nes atroces que diezmaron las sociedades europeas a mediados del siglo pasado y que aún siguen haciéndolo en buena parte de los Balcanes y el Donbas.

Nuestros gobernante­s se conjuran para que esto no pase, para que nuestras democracia­s aún sean justas y deliberati­vas. Aunque se equivoquen porque no saben lo suficiente, parece que están haciendo todo lo posible por salvarnos del virus. Sin embargo, los mismos que ahora nos curan y prometen darnos de comer cuando perdamos el empleo y nos rebajen los sueldos todavía más son los que recortaron la sanidad y la educación públicas, los que decían que nuestros impuestos, a pesar de estar entre los más altos del mundo, no eran suficiente­s.

Si estiramos este razonamien­to no nos costará mucho cuestionar la jerarquía democrátic­a. Ya no es tolerable. Hace tiempo que dejó de garantizar la igualdad. Volveremos a denunciar, como hicimos en el 2008, a los que prosperan sin hacer nada, a los banqueros y especulado­res, a los brokers ,alos traders y a los políticos corruptos que los sirven a ellos antes que al pueblo. A medida que profundice­mos en estas ideas nos alejaremos del centro y abandonare­mos al Estado. Quizás ya lo estemos haciendo. ¿A caso no estamos perdiendo la fe en los gobiernos y los epidemiólo­gos? Ya han empezado las protestas y las demandas contra ellos.

Hace años que los mejores politólogo­s analizan esta divergenci­a. Janson Brennan, de Georgetown, por ejemplo, en su libro Contra la democracia (Deusto) plantea cómo los votantes migran del centro a la periferia. A partir de la caída del muro de Berlín, las democracia­s liberales robaron espacio a los totalitari­smos. Poco a poco, sin embargo, los extremos han ido anidando en el corazón de muchas personas a las que llamamos populistas.

La autogestió­n también cotiza al alza. ¿Quién no se ha saltado el confinamie­nto más de una vez? Somos adultos, sabemos lo que hacemos. No necesitamo­s que el Estado nos diga lo que está bien y lo que está mal.

Las presión populista crea violencia pero también lo hace la presión económica. Vuelven a arder las banlieues de París y el sistema sigue sin saber cómo apagar estos fuegos de la discrimina­ción y la segregació­n que él mismo propaga. Siento el pesimismo, pero lo mejor de esta visión vírica del presente es que nos garantiza la paz. Las guerras acostumbra­n a proclamars­e desde púlpitos llenos de optimismo, fuerza económica y convicción ideológica, mientras que la paz suele necesitar pesimismo, crisis, agotamient­o y derrota. Lo explica muy bien el historiado­r Geoffrey Blainey en The causes of war (Simon and Shuster).

La pandemia va a igualar a las naciones. China, Estados Unidos y Europa van a quedar igual de tocados. La recuperaci­ón será un calvario para todos. Así funciona la globalizac­ión, se llama interdepen­dencia, y durante el futuro previsible nadie tendrá la fuerza suficiente para romperla. El equilibrio del terror mantuvo la paz durante la guerra fría y seguirá haciéndolo ahora. Se impondrá el pacto y la democracia ganará tiempo para salvarse de sí misma, aunque sea de la autogestió­n y la violencia.

El pesimismo que nos rodea es el mejor garante de la paz, porque las guerras las hacen los optimistas

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INA FASSBENDER / AFP Los restaurado­res de Essen (Alemania) protestaro­n ayer con estas sillas que simbolizan su ruina
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